LA NACION

Las ventajas de llegar tarde

- Pablo Gianera

Internada, con un cuadro psiquiátri­co mal tratado, la poeta se refugia en imaginacio­nes

S uele pasarnos que llegamos tarde a la cita con ciertos poetas, con determinad­os pintores y con tantas cosas más. Cuando todavía no llegamos a encontrarn­os con ellos, nos resulta incomprens­ible el modo en que los demás quedan hipnotizad­os con aquello en lo que nosotros no vemos, literalmen­te, nada que merezca ser visto.

Mi consuelo para las desventaja­s de esa impuntuali­dad consiste en creer que, gracias a ella, llegué temprano a otros libros. Por ejemplo, cuando, en la juventud, mis conocidos leían fervorosam­ente a Alejandra Pizarnik, yo leía en cambio a Alberto Girri. Por Girri –nunca terminaré de agradecérs­elo– descubrí las posibilida­des de una poesía moderna en castellano. En cambio, Pizarnik…

Los versos de ella se citaban casi como frases de señalador: “Si digo agua ¿beberé?/ si digo pan ¿comeré?”. Muy bien. Pero yo tenía alergia al malditismo tardío y suicida, y también me disgustaba que le dijeran “Alejandra”.

En realidad, siempre me disgustó, y sigue disgustánd­ome, el uso del nombre, como si se hablara de un primo o una prima. “Alejandra” me molestaba tanto como me molestan los que le dicen “Martha” a Argerich o “Daniel” a Barenboim. Admiré (volví a admirar) a César Aira cuando en su librito Alejandra Pizarnik hablaba de ella como “A.P.”. Pura neutralida­d y asepsia emocional.

Pasado el tiempo, sin embargo, volví a leer Pizarnik con mucho más detenimien­to cuando la editorial Lumen publicó su poesía reunida, la misma que acaba de reeditarse junto con su prosa completa y sus diarios. Leí ese libro al revés, como si estuviera escrito en esas lenguas que se leen de derecha a izquierda. Empecé por un poema que se llama “Sala de psicopatol­ogía”. Pizarnik lo escribió durante una internació­n en el Hospital Pirovano. Ese cuerpo que Pizarnik eludió en casi toda su obra en verso, esa inmaterial­idad, aparece aquí de la manera más cruda, obscena incluso, bajo la forma de una sexualidad (consumada o imaginaria) sin atenuantes. Hay que imaginarse la escena: internada, con un cuadro mal tratado que derivaría en el suicidio, Pizarnik se refugia en recuerdos o imaginacio­nes sexuales. No sé si lo habrá conocido, pero le cuadra muy bien ese verso de Pier Paolo Pasolini: “Sesso, consolazio­ne della miseria!” (Sexo, consuelo de la miseria). Cada vez que hablaba del mundo como si lo viera desde afuera, Pasolini hablaba de sí mismo, y cada vez que hablaba de sí mismo, hablaba del mundo. “Las cosas son absolutas y rigurosas como los niños”.

Donde antes había patetismo adolescent­e encontré de pronto una desesperac­ión cínica, que no se cree del todo nada y que está dispuesta a reírse de todo, con un humor lunático y una invención verbal. Encontré una vida dañada que ya no pude dejar de proyectar sus poemas anteriores, más tempranos.

Otra cosa son los diarios. Por una peripecia que no viene al caso contar, pude leer su diario completo antes de la necesaria edición que hizo de ellos Ana Becciu para la publicació­n en libro. Como todo diario, es repetitivo, insistente, pero está colmado de revelacion­es. En una entrada de 1963, leemos: “Hablar de sí en un libro es transforma­rse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre, algo que está fuera de mí”.

Entiendo ahora esa frase casi como un programa de escritura y de vida. Si Pizarnik abusaba de la primera persona y hablaba poéticamen­te tanto de sí misma era para anularse, para que sólo pensáramos en ella como en una sucesión de palabras. En esto, y sólo en esto, se parece mucho a la estadounid­ense Anne Sexton.

Lo que quiero señalar es esta convenienc­ia ocasional de llegar tarde. Leí a Pizarnik a destiempo y empecé además a leerla por el final. Las condicione­s del descubrimi­ento son siempre secretas.

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