Las ventajas de llegar tarde
Internada, con un cuadro psiquiátrico mal tratado, la poeta se refugia en imaginaciones
S uele pasarnos que llegamos tarde a la cita con ciertos poetas, con determinados pintores y con tantas cosas más. Cuando todavía no llegamos a encontrarnos con ellos, nos resulta incomprensible el modo en que los demás quedan hipnotizados con aquello en lo que nosotros no vemos, literalmente, nada que merezca ser visto.
Mi consuelo para las desventajas de esa impuntualidad consiste en creer que, gracias a ella, llegué temprano a otros libros. Por ejemplo, cuando, en la juventud, mis conocidos leían fervorosamente a Alejandra Pizarnik, yo leía en cambio a Alberto Girri. Por Girri –nunca terminaré de agradecérselo– descubrí las posibilidades de una poesía moderna en castellano. En cambio, Pizarnik…
Los versos de ella se citaban casi como frases de señalador: “Si digo agua ¿beberé?/ si digo pan ¿comeré?”. Muy bien. Pero yo tenía alergia al malditismo tardío y suicida, y también me disgustaba que le dijeran “Alejandra”.
En realidad, siempre me disgustó, y sigue disgustándome, el uso del nombre, como si se hablara de un primo o una prima. “Alejandra” me molestaba tanto como me molestan los que le dicen “Martha” a Argerich o “Daniel” a Barenboim. Admiré (volví a admirar) a César Aira cuando en su librito Alejandra Pizarnik hablaba de ella como “A.P.”. Pura neutralidad y asepsia emocional.
Pasado el tiempo, sin embargo, volví a leer Pizarnik con mucho más detenimiento cuando la editorial Lumen publicó su poesía reunida, la misma que acaba de reeditarse junto con su prosa completa y sus diarios. Leí ese libro al revés, como si estuviera escrito en esas lenguas que se leen de derecha a izquierda. Empecé por un poema que se llama “Sala de psicopatología”. Pizarnik lo escribió durante una internación en el Hospital Pirovano. Ese cuerpo que Pizarnik eludió en casi toda su obra en verso, esa inmaterialidad, aparece aquí de la manera más cruda, obscena incluso, bajo la forma de una sexualidad (consumada o imaginaria) sin atenuantes. Hay que imaginarse la escena: internada, con un cuadro mal tratado que derivaría en el suicidio, Pizarnik se refugia en recuerdos o imaginaciones sexuales. No sé si lo habrá conocido, pero le cuadra muy bien ese verso de Pier Paolo Pasolini: “Sesso, consolazione della miseria!” (Sexo, consuelo de la miseria). Cada vez que hablaba del mundo como si lo viera desde afuera, Pasolini hablaba de sí mismo, y cada vez que hablaba de sí mismo, hablaba del mundo. “Las cosas son absolutas y rigurosas como los niños”.
Donde antes había patetismo adolescente encontré de pronto una desesperación cínica, que no se cree del todo nada y que está dispuesta a reírse de todo, con un humor lunático y una invención verbal. Encontré una vida dañada que ya no pude dejar de proyectar sus poemas anteriores, más tempranos.
Otra cosa son los diarios. Por una peripecia que no viene al caso contar, pude leer su diario completo antes de la necesaria edición que hizo de ellos Ana Becciu para la publicación en libro. Como todo diario, es repetitivo, insistente, pero está colmado de revelaciones. En una entrada de 1963, leemos: “Hablar de sí en un libro es transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre, algo que está fuera de mí”.
Entiendo ahora esa frase casi como un programa de escritura y de vida. Si Pizarnik abusaba de la primera persona y hablaba poéticamente tanto de sí misma era para anularse, para que sólo pensáramos en ella como en una sucesión de palabras. En esto, y sólo en esto, se parece mucho a la estadounidense Anne Sexton.
Lo que quiero señalar es esta conveniencia ocasional de llegar tarde. Leí a Pizarnik a destiempo y empecé además a leerla por el final. Las condiciones del descubrimiento son siempre secretas.