No estamos ante el ocaso de la globalización
El sentido desconcertante de los actos políticos ha llevado a mucha gente buena, sabedora y responsable a preguntarse si la “era de la globalización” no está llegando al final. ¿Estamos por volver a un modelo aislacionista, nacionalista y particularista? A pesar del gran proyecto One Belt, One Road y del liderazgo que Xi Jinping logra alcanzar, a pesar del sueño del califato y del proyecto jihadista que tienen una dimensión universal, Occidente está bastante impresionado por la sucesión de desarrollos políticos de señal centrífuga, en particular, tres acontecimientos: el Brexit, Cataluña y la elección de Trump. Estos tres reveses, intercalados por éxitos de fuerzas nacionalistas en elecciones exiguas, serían la prueba de que llegó el ocaso de aquello a lo que, efímeramente y con sentimientos multívocos, apunta a nombrarse como “globalización”. Lo que considero un manifiesto y peligroso error de análisis que merece la pena denunciar y poner en evidencia.
No entiendo la globalización como un puro proceso de integración económica densa y vertiginosa, cimentado en una simple y creciente libertad de comercio mundial. La globalización es un proceso de integración tecnológica y cultural, político y humano, que pasa, esencialmente, por la disolución progresiva de la dimensión humana y física del espacio en la dimensión humana y espiritual del tiempo. Este es mi modesto punto de vista: se trata de la materialización política, civilizadora y tecnológica que los científicamente iletrados –donde me incluyo– juzgan como la gran contribución de Einstein: hacernos conscientes de la conexión inextricable entre las dimensiones de espacio y tiempo. Escribió lapidariamente Borges, el mayor de los argentinos: “Antes las distancias eran mayores porque hoy el espacio se mide en tiempo”.
Cuando ganó el Brexit, muchos señalaron no sólo el final de la Unión Europea, sino también la propia globalización. Huntington, en El choque de civilizaciones, había propuesto que la globalización se haría por integración de los viejos Estados en grandes bloques regionales mundiales y que tales bloques, naturalmente, disputarían y negociarían entre sí. La salida del Reino Unido de la UE significaría el abandono de esta integración estratégica y el retorno a las fronteras del viejo Estado nacional, lo que es un error rotundo de percepción. El gran lema de la campaña de los Brexiteers era justamente la “global Britain”; lo que suponía retirar la vieja Albion de los grilletes limitantes y cercenadores de la UE y liberarla, como balsa de piedra, para los mares globales. No todos son conscientes de que, en el referéndum en cuestión, un mozambiqueño o paquistaní que habitara hace más de dos años en Londres (por ser un ciudadano de un país que forma parte de la Commonwealth) tenía derecho a votar, pero un inglés que trabajara desde hace diez años en Portugal no disponía de ese derecho. La ironía típicamente británica: ¡hasta los cuadernos electorales eran globales! Claro que Cameron y sus secuaces también eran globalistas, aunque justamente por la vía de la inserción en los grandes espacios regionales.
En el caso de Cataluña son recurrentes los gritos de un regionalismo y provincianismo antiglobal. También aquí intervine un error de percepción. El separatismo escocés, catalán, lombardo y flamenco es un resultado casi inherente a la globalización. Cuando no existía la UE como gran bloque regional, con el poder exclusivo de negociar tratados de libre comercio en nombre de los 28, estas regiones-nación tenían un interés estructural en pertenecer a un gran Estado nacional, un Estado que fuera una potencia económica e industrial con capacidad de movimiento en el escenario global. A partir del momento en que las potencias económicas europeas integran sus políticas en un gran bloque regional, esas regiones –Baviera, Lombardía, Cataluña, Escocia– dejan de tener interés en tener que pasar por el filtro del nivel intermedio. ¿Si Barcelona o Edimburgo pueden estar representadas directamente en Bruselas, a la mesa del Consejo y de la Comisión, por qué necesitan pasar por la criba de Madrid o de Londres? Incluso cuando regiones o países considerablemente más frágiles (Malta, Chipre, Estonia, Eslovenia) tienen esta prerrogativa.
No hay que olvidar que la globalización fue casi desde el principio una “glocalización” que otorgó simultáneamente el poder al centro y a las periferias, y retiró poderes al nivel intermedio del Estado nacional. Ya expresé cuán perjudicial considero el separatismo catalán, pero sería un grave error no ver que es un efecto estructural e institucional de la lógica política de la globalización.
El caso más difícil es, sin duda, lo de Donald Trump y su postura sobre los tratados climáticos, el libre comercio y la política migratoria. Sin embargo, volver a construir la América grande representa una visión global de la posición y del papel de América. Quien hace política a la velocidad de varios tuits al día no está sólo usando las herramientas de la vida global contra la ideología “globalizadora”. ¡No! Está, claramente, hablando a muchos millones de estadounidenses, pero también instruye, directamente y en tiempo real, a la población global (donde tiene más adeptos de lo que muchos sospechan). Un presidente aislacionista promulga decretos y firma órdenes. Lanza tuits con celo diario y religioso, se dirige a un público global, está haciendo política global y creando una opinión pública globalizada (aunque sea de oposición).
La Web Summit, la mayor conferencia internacional de nuevas tecnologías, se adueñó de Lisboa a principios de noviembre, a poco de cumplirse cien años de la Revolución de Octubre, que, en la tradición imperialista rusa y con la formulación soviética socialista, no dejó de ser internacionalista y globalista. Quizá no sea ilegítimo recordar que ciertos movimientos, aunque parezcan simples impulsos de regresión, están profundamente inmersos en el espíritu de su tiempo. Más que en la física de su espacio.