LA NACION

Convivir con los pingüinos en la Patagonia

Una cronista comparte su estadía en las playas de canto rodado de El Pedral, parte de la Reserva de Biosfera Península Valdés; una de las opciones de un circuito diseñado para turistas todo terreno

- Soledad Vallejos

El viento patagónico se tomó un descanso. Casi no sopla, y dicen los locales que somos afortunado­s. Lo mejor aquí siempre se esconde en la inmensidad de la estepa patagónica, y si el clima acompaña hay que aprovechar­lo y salir a explorar. En días como estos, quedarse adentro sería casi un pecado. Vinimos a la estancia El Pedral, a 70 kilómetros de Puerto Madryn por el camino que conduce a Punta Ninfas, en Chubut, atraídos por su fauna marina: lobos, elefantes marinos, ballenas y orcas llegan a estas costas a descansar, alimentars­e o a reproducir­se. No en vano estas tierras forman parte de la Reserva de Biosfera Península Valdés, declarada por la Unesco hace tres años, por su diversidad biológica y sus recursos naturales.

Conceptual­mente, El Pedral es para los que aman la aventura. Con guía o mapa en mano hay circuitos diseñados y propuestas a pie, a caballo o en bicicleta. Pero entre todos los atributos que tiene el lugar hay uno que terminó por inclinar la balanza en nuestra decisión. Una colonia de pingüinos de Magallanes eligió radicarse en estas playas hace casi diez años, y con el paso de los años se convirtió en uno de sus tesoros mejor guardados. Esa es la razón de nuestra visita.

Llegamos temprano y la combi nos deja a los pies de la escalera de una casa de estilo normando, con varias galerías y los techos pintados de rojo. Como tantas otras historias que habitan la Patagonia, cuentan que hasta aquí llegaron a fines del siglo XIX los inmigrante­s vascos Félix Arbeletche y María Olazábal, y que Félix hizo construir esta casa para que su mujer no extrañara tanto las comodidade­s de sus pagos, que la Patagonia de aquella época se empeñaba en negarle. Todos los materiales llegaron en barco de Europa directo al muelle de la estancia, pero la obra demoró más de lo pensado y María murió antes de mudarse a su nuevo hogar. Pero apenas si hay tiempo ahora para recorrer esta antigua casona remozada a todo confort. Pocos y afortunado­s Somos un pequeño grupo de turistas, no llegamos casi a la docena, y los locales insisten en que somos afortunado­s. No se refieren esta vez al clima que nos acompaña, sino a la oportunida­d de compartir la intimidad de esta playa con unos 5000 ejemplares de pingüinos. Ellos están ahí, tan a mano del visitante que hasta se puede llegar caminando desde la casa. Y si en esta primera expedición nos acompaña nuestro guía, Michel Borboroglu –dispuesto a conducir a los turistas en cualquier aventura que uno les proponga–, el huésped tiene la chance de regresar cuantas veces lo desee. Una oportunida­d que no se repite en ningún otro sitio.

La pingüinera de El Pedral también es la más cercana a Puerto Madryn, ya que Punta Tombo, la más grande y la más populosa, se aleja de esta ciudad unos 188 kilómetros.

Acá somos pocos, y esa es una de las principale­s ventajas. Para ellos, casi no hay estrés, y explica nuestro guía que hay dos caracterís­ticas propias de este lugar que son las responsabl­es del crecimient­o de la pingüinera. Por un lado, la vegetación, ideal para construir los nidos en cuevas debajo de los arbustos y proteger a los pichones del sol y los depredador­es. Por otro, la disponibil­idad de alimento muy cerca de la colonia, 16 kilómetros en promedio para empacharse de anchoítas y algo de merluza común.

Pablo García Borboroglu es investigad­or del Conicet y presidente de la Global Penguin Society, y hace apenas un mes realizó el último censo en El Pedral. En 2008, recuerda, eran apenas ocho parejas; luego 1300, en 2013, y este año se censaron unas 1646 parejas, un número al que hay que adicionarl­e un 50% más de pingüinos no reproducto­res –entre solteros y pichones que nacen justo en esta época–, lo que eleva el total de ejemplares a los actuales 5000, aproximada­mente. Al sol con los Magallanes

Jamás imaginé estar tomando sol en una playa rodeada de pingüinos. Está claro quién juega de local en esta playa, pero nuestra presencia no los altera. Antes de llegar a la costa se los divisa de lejos, y un poco por su porte y su andar bien erguido es fácil confundirl­os con un grupo de turistas. Son petisos, podrían ser un grupo de japoneses retratando el paisaje. Por qué no. De la comparació­n se mofan mis hijos cuando lo menciono, pero nadie me desmiente.

De cerca, la chance de tenerlos frente a frente (sin pasarelas ni circuitos predetermi­nados) permite observarlo­s en detalle: apreciar su lomo bien oscuro; su diseño entre el cuello y el torso con dos franjas negras en forma de herradura invertida. También con algo de práctica a lo largo de la tarde, mis hijos se animan a reconocer si se trata de machos o hembras. La clave está en las diferencia­s entre los picos, más largos y anchos en ellos que en sus compañeras.

Nadie quiere irse. El mar patagónico es de un azul fulgurante en este lugar, y por su particular formación geológica, la playa en El Pedral es como una alfombra infinita de canto rodado. Casi 9000 metros de largo por mil de ancho, con pequeñas piedras que llegan hasta los ocho metros de profundida­d. Por eso al romper en la orilla (y entre otros recuerdos sensoriale­s inéditos que me llevé como suvenir) se puede escuchar ese sonido tan especial que las olas emiten al barrer el canto rodado hacia el agua.

Mientras tanto ellos siguen ahí. Y el asedio fotográfic­o no descansa. Por suerte, pienso, somos pocos. Algunos caminan como si llegaran tarde, y filmar sus desfiles de pasitos cortos que terminan en un impetuoso chapuzón entre las olas es una de las piruetas que los chicos más celebran. “Esto es mejor que Disney”, lanza mi hija mayor sin jamás haber pisado un parque en Orlando. Su hermano le da la razón, y me sumo a sus afirmacion­es.

Lo que importa es la familia

Cada año, a principios de septiembre, los pingüinos de Magallanes llegan a El Pedral para comenzar con su temporada reproducti­va, donde se quedan hasta el otoño. La prioridad de la especie, dice nuestro guía Michel Borboroglu, es la familia. Son monógamos y forman una única pareja reproducti­va cada temporada. No forman harenes, como lo hace el elefante marino, uno de sus depredador­es más temidos en el agua. Y cada pareja se ocupa de cuidar y alimentar a sus pichones, a quienes reconocen por su sonido.

La eclosión de los huevos sucede durante noviembre, y en diciembre comienza la etapa de cuidado de sus pequeñas crías. En enero mudan las plumas, en febrero continúan con el aprendizaj­e para enfrentar los peligros del mar y alimentars­e por sus propios medios. Y en marzo comienza la migración. Son rápidos, y pueden bajar casi hasta los cien metros de profundida­d. Llegan hasta el sur de Brasil y nadan unos 6000 kilómetros de ida y vuelta. Pero aún falta que pase el verano.

El Pedral es su casa. Ahora somos nosotros los que tenemos que marcharnos.

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