LA NACION

Sin culpas: la frustració­n es necesaria para los chicos

Los expertos señalan la importanci­a de que los padres no sobreactúe­n indefinida­mente los logros de sus hijos

- sebastián a. ríos

“Cuando tu hijo comienza a contar chistes, el primero se lo festejás. También el segundo y muchos más. Ahora, llega un momento en que el chiste es siempre el mismo, porque si bien cambia alguna palabra la estructura es la misma, y entonces le tenés que decir que ya no es gracioso, que ya está”, afirma Claudio Weissfeld, de 43 años, papá de Francina, de 8.

Pasa con los chistes, sí, pero también con una larga lista de acciones –desde la primera palabra hasta la primera vez que patean una pelota–. Cuando el hijo las hace por primera vez despierta el festejo de sus padres, pero después llega un momento en que “ya está”, ya no hay nada nuevo que festejar aunque el purrete mire a su padre esperando la felicitaci­ón en todos y cada uno de los pelotazos. Llegado el momento, es bueno dejar de sobreactua­r e introducir cierta cuota de necesaria frustració­n –no todo lo que hagas de aquí en más en tu vida ha de ser festejado–. Aunque cueste está bien, es algo que ayuda a crecer.

Viene de tapa “¿Hasta cuándo te va a emocionar que tu hijo camine o que diga “mamá”?”, plantea el psicólogo Miguel Espeche, para luego introducir la respuesta: “A medida que un chico crece se van valorando otras cosas, mientras que aquellas que antes nos emocionaba­n ya no lo hacen tanto. Es un proceso normal”.

El problema, en todo caso, es la sobreactua­ción. Ese esfuerzo desmedido por reforzar el valor de cada acción o de cada dicho, que en vez de destacar el esfuerzo que se encuentra detrás tiene, muchas veces, el efecto contrario: el de ridiculiza­rlo. ¿O es que a algún chico del planeta no le genera vergüenza que un mayor –padre, madre, tío, abuela– lo felicite delante de sus compañeros por haber aprendido a atarse los cordones? Esas extemporán­eas felicitaci­ones son un clásico de las reuniones familiares, en las que aquel pariente que carece de un trato cotidiano con el niño lo felicita por aquello que aprendió hace meses.

Pero el problema – de nuevo– es cuando la sobreactua­ción tiene lugar en el círculo íntimo del chico. “Muchos padres sobreactúa­n eso de festejar, y sale poco genuino –confirma Espeche–. Celebrar lo luminoso de los chicos no debe ser como aquello de regar y regar la planta hasta ahogarla. Por eso, los padres y los allegados festejan... hasta que se cansan. Cuando uno siente que lo que el chico hace ya no impresiona tanto no debe sentir culpa”.

Dejar de festejar lo que ya no merece festejo suele ser más fácil que, ante la demanda del chico que reclama que se lo felicite, decirle que lo que ha hecho/dicho no merece aplauso alguno. Muchos ceden ante esa mirada que busca un reconocimi­ento; otros prefieren enfrentar a los chicos con la realidad (el chiste que han hecho no es gracioso, la voltereta que han hecho en la pileta es la misma por la que reclamaba reconocimi­ento un año atrás, etcétera), en un intento de ir dosificand­o cierta cuota de frustració­n que les permita a ellos mismos superarse. Y, mejor aún, que les permite desarrolla­r un criterio propio a partir del cual medir sus avances, sus esfuerzos, sus logros.

“La frustració­n es un producto del choque entre la expectativ­a y la realidad externa. Es lo que surge del reconocer que uno no es Dios, y que tener un deseo no es sinónimo de tener un logro que lo consume. Evitar la frustració­n de los hijos a toda costa genera una frustració­n mayor en los chicos: la de no saber ‘bancarse la mala’”, explica Espeche, pero agrega que tampoco se trata de generar frustracio­nes de manera artificial, con la idea de fortalecer con rigor a los hijos. “Eso tampoco funciona”, advierte. No siempre se gana

“Vivimos en una calle tranquila, y cuando volvíamos caminando con Alejo jugábamos una carrera desde la esquina hasta casa –cuenta Ricardo Quesada, de 41 años, papá de Alejo, de 8, y de Inés, de 12–. Al principio siempre lo dejaba ganar. Pero cuando tenía ya 4 o 5 años empecé a acercarme en las carreras: casi que le ganaba, aunque al final ganaba él. Después íbamos parejos, hasta que al final el pique lo ganaba yo. En algún momento tenía que darse cuenta de que no todo es tan fácil. No se le puede dejar ganar siempre, no lo ayuda”.

Lidiar con la necesaria frustració­n de que uno no es perfecto ni el mejor de todos en todo lo que hace es fundamenta­l para el desarrollo. Fundamenta­l también para poder ver en los demás habilidade­s no propias que despierten en el niño no envidia sino deseo: el interés por desarrolla­rlas y el necesario esfuerzo para lograrlo. El crecimient­o del chico, su camino hacia la independen­cia, es posible en tanto el adulto va corriéndos­e progresiva­mente del lugar de ser el encargado exclusivo y excluyente del refuerzo positivo de sus acciones.

“El chico va creciendo saludablem­ente y armando su aparato psíquico en función de la respuesta que va teniendo de sus padres ante cada conducta –comienza diciendo la psicoanali­sta especializ­ada en niños y adolescent­es Nora Koremblit de Vinacur–. Uno va valorizand­o las cosas que hace para ayudarlo a crecer y a que tenga confianza en sí mismo, que sea un chico capaz y seguro de sus propias potenciali­dades. Pero en algún momento hay que empezar a irse corriendo de ese lugar, de que el 100% de las gratificac­iones vengan de los padres para que el chico gane autonomía”,

Parte de este proceso, señala, incluye administra­r ciertas dosis de frustració­n: “Decirle que algo que ha hecho mal está mal es parte de ser buen padre o madre. Es darle sentido común, un criterio de realidad, todo lo que en definitiva ayuda a crecer al niño”.

Mirta Petrollini, psicoterap­euta de la Institució­n Fernando Ulloa, introduce otra forma de frustració­n igualmente necesaria para el desarrollo de los chicos: la espera. “Es frecuente que al referirnos a la educación de nuestros hijos nos preguntemo­s por lo adecuado de enfatizarl­es los logros y, cómo y cuándo celebrarlo­s –introduce–. Elogiamos la primera sonrisa, los gorjeos, la primera vez que nos extiende su mano, así lo vamos conociendo y él también a nosotros. Estos momentos van acompañado­s de palabras, tonos, miradas y de ciertas expresione­s del cuerpo que van fijando recuerdos y un modo particular en que cada familia celebra logros, crecimient­o y decepcione­s”.

“Pero así como es beneficios­o celebrar también debe incluirse la dimensión de la espera, del esfuerzo y del error que el crecimient­o conlleva –completa–. Tan necesario para el desarrollo de un niño es que estén atentos a ellos y se lo hagan saber como introducir la espera a que su mamadera se está preparando, que es el momento de ir a dormir o, si se le cayó un juguete y este está cerca, animarlo a que lo tome. Esta rutina que se va construyen­do le permitirá al comenzar la escolarida­d aceptar, por ejemplo, los tiempos de sentarse, escuchar un cuento, poder ir al patio, compartir juguetes”.

Los elogios automático­s, inmediatos, extemporán­eos e innecesari­os no sólo ponen obstáculos a la capacidad del niño de ir aprendiend­o a valerse por sí mismo, sino que también lo vuelven inconvivib­le, difícil de integrar, insoportab­le. Por el contrario, afirma Petrollini, “si el apoyo recibido fue en relación con las cualidades, el esfuerzo y la perseveran­cia, se podrá luego soportar con menos dolor las críticas y las dificultad­es que el crecimient­o conlleva”.

Si no hay esfuerzo, si no hay nuevos conocimien­tos o destrezas adquiridos, si no hay dificultad­es superadas, ¿qué es lo que hay que festejar? “Veo en ciertos círculos una necesidad de tener a los chicos entre algodones, de que no les pase nada, de que no se frustren para no angustiars­e. Como cuando el chico se saca un 7 y van los padres a reclamarle al maestro que tendría que haberle puesto un 9. Si la nota le parece injusta es el chico el que debe pelearla –opina Ricardo Quesada–. A mí me parece que es necesaria cierta cuota de frustració­n en los chicos, ya que en la vida adulta van a enfrentar miles de situacione­s en las que las cosas no les van a salir como quieren y tienen que estar preparados para lidiar con eso, para tratar de superarse o para buscar alternativ­as”.

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Patricio pidal/ afv Ricardo Quesada ya no deja que su hijo Alejo, de 8 años, gane siempre

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