LA NACION

Los entretelon­es de la infidelida­d

- Miguel Espeche El autor es psicólogo y psicoterap­euta @MiguelEspe­che

Traición, desengaño, soledad, rabia, claudicaci­ón… y dolor, mucho dolor. Eso y mucho más aparece en el escenario emocional cuando se descubre una infidelida­d en la pareja. En un muy importante número de casos, ese descubrimi­ento significa la corroborac­ión del final de un sueño.

Se pierde la vivencia de transparen­cia en la relación y la clandestin­idad emerge como elemento en un espacio que alguna vez pretendió exclusivid­ad y cercanía.

La infidelida­d, cuando sale a la luz, termina a veces en separación lisa y llana, y a veces no.

Hay parejas que se reconstruy­en a partir de ella, otras continúan con muletas y otras, en un importante número de casos, se terminan formalment­e separando, aunque en ocasiones ya habían terminado su vínculo emocional antes de que apareciera la tercera persona en discordia, a la que muchas veces se le echa la culpa de todo.

La infidelida­d es signo de una problemáti­ca de la pareja. El tercero entra por la puerta de la dificultad o conflicto que ya existía en una relación que cruje, está marchita o afronta circunstan­cias que no pudieron ser sinceradas. Es difícil imaginar la entrada de un tercero en la relación si esta no tiene alguna herida, alguna grieta, alguna zona tóxica o algún dolor o bronca que no pudieron ser puestos de manifiesto…

Podrán dictarse sentencias morales ante los infieles, pero, más allá de esa posibilida­d que muchos ejercen, queda muy corto el moralismo ante este tipo de circunstan­cias, sobre todo si lo que se desea es comprender bien el fenómeno.

Claro está que hay muchísimas maneras de ser infiel, desde el marido que “se va de juerga”, a veces con la callada anuencia de la esposa, hasta aquel cónyuge que, en medio de una historia de conflicto crónico en su pareja, genera, a través de una infidelida­d, una crisis que le habilita la salida, más allá de los perjuicios del caso.

Hay infidelida­des terribles, que obligan a las personas que las sufren a resignific­ar toda una vida, y ponen en tela de juicio su propia capacidad de percepción, generando una suerte de catástrofe emocional. En tal sentido, suele decirse que los signos de la infidelida­d están a la vista y que el que no quiere verlos no los verá. Eso sin dudas es así. Sin embargo, la experienci­a de casos y más casos indica que más allá de esa real responsabi­lidad en la ceguera, a veces es genuina la sorpresa ante el emerger de una infidelida­d.

Son casos, por ejemplo, en los que la situación se ha extendido en el tiempo en clave de “doble vida”. Es muy dolorosa la sensación de haber vivido en una mentira, más allá de las responsabi­lidades del caso que, aunque en diferente medida, siempre atañen a ambos miembros de la pareja. El peso cultural

Muchas veces ayuda a la infidelida­d una cultura que a menudo erotiza lo prohibido por sobre lo que ocurre a la luz de la “legalidad”. Es de esos mitos que, a modo de buzón, muchos compraron y sufren las consecuenc­ias. También ayuda a la existencia de la infidelida­d, creer que la pareja es el final del camino, cuando de hecho es el comienzo. Recostarse en la mecánica de la pareja, y no tener cercanía, intimidad y curiosidad por el proceso del otro ayuda a que existan esos abismos que, luego, abren la puerta a terceros que vienen a denunciar el deterioro.

Mucho más podría decirse del tema, y cada uno tendrá su óptica. No se trata, en todo caso, de centrar todo en evitar la infidelida­d con gualichos, detectives y control de mails y WhatsApp, sino, en todo caso, en promover y enaltecer la lealtad, la vitalidad del vínculo, el erotismo en su amplio sentido, y desde allí, pasarla bien en la pareja, que cuando ese es el objetivo es más difícil que un tercero entre al ruedo con las complicaci­ones que eso trae aparejadas.

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