Otra estación de la violencia argentina
Para los historiadores, pocas frases hay más comprobables que aquella del novelista francés Henry Montherlant cuando dice que la felicidad “escribe en blanco” y por eso es invisible en la página. Si para un país con instituciones de apenas doscientos años como la Argentina la frase resulta particularmente cierta, los libros de Marcelo Larraquy podrían agregarle que “la tinta negra” de la desgracia, la que sí es visible en la página, tiende a esquivar los puntos finales. Cualquier “primavera sangrienta”, cualquier período en el que la violencia política amenaza con desatarse, puede evolucionar hacia la exuberancia de un “verano sangriento” o hacia la prudencia de un “otoño sangriento”, pero casi nunca hacia la superación “invernal” del conflicto.
Elaborada con el rigor del historiador y, por momentos, con el tacto sutil del novelista en potencia –como
ocurría en Fuimos soldados. Historia secreta de la contraofensiva montonera–, la obra de Larraquy, que incluye biografías de José López Rega y Rodolfo Galimberti, suele recorrer cíclicamente las tres estaciones de la violencia argentina.
Primavera sangrienta. Argentina 1970-1973. Un país a punto de explotar. Guerrilla, presos políticos y represión ilegal se centra entre los últimos meses de la presidencia de facto del general Juan Carlos Onganía y las primeras horas de la presidencia de Héctor J. Cámpora. El libro establece dos episodios esenciales. Primero, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu (mayo de 1970); segundo, la liberación de los presos políticos de la cárcel de Villa Devoto (mayo de 1973).
Entre esos dos acontecimientos se decantan, por un lado, las derivas de la resistencia peronista de los años cincuenta y de los movimientos revolucionarios de izquierda de los sesenta –con la fundación de Montoneros y del ERP como puntos culminantes– y, por otro, las coordenadas bajo las cuales las fuerzas de seguridad –con el decreto ley 19.081 del general Lanusse que autoriza a las unidades militares a combatir “la subversión interna”– van a identificar y reprimir a los nuevos enemigos del Estado. En otras palabras, las condiciones para la inminente escalada de sangre del Proceso, en 1976.
Desde ya, estos eventos, sus consecuencias y los detalles mencionados en Primavera sangrienta no son novedosos en el gran universo de la bibliografía escrita y discutida desde hace décadas sobre la violencia en los años setenta. Tampoco Larraquy revela nada sorprendente cuando escribe que “la democracia, entendida como democracia liberal, no estaba en la mente de ninguno o casi ninguno de los actores que atraviesan este libro”. De lo que trata en realidad Primavera sangrienta es de la manera en que “la violencia como condición inherente para tomar el poder” todavía puede hacerse tangible a través de los recuerdos de veintidos protagonistas de los miles posibles del período 1970-1973.
Por medio de testimonios directos de militantes de distintasabogados y políticos, Larraquy ensambla en su ensayo frases y siglas que hoy parecen remotas como “comunismo internacional”, “dictadura”, “Frente Revolucionario Indoa-mericanista Popular”, “aparato militar” o “subversivo”, de tal manera que si cada una de esas palabras suenan verosímiles a través del eco del pasado resultan absolutamente incompatibles con cualquier escenario político actual.
Con un elenco de entrevistados que tampoco es nuevo –Humberto Tumini (ex PRT-ERP), Esteban Righi (ex ministro del Interior de Cámpora), Juan Manuel Abal Medina (ex secretario general del Movimiento Justicialista)–, Primavera sangrienta incluso logra en voces como la de Raúl Monsegur (Fuerzas Argentinas de Liberación) ciertas notas sinceras de humor. Vale decir, signos reconocibles de pura humanidad entre las más feroces maquinarias burocráticas de la muerte.