LA NACION

como un poema o un bello paisaje

en un mundo de opuestos, la contemplac­ión del juego del suizo despierta unánime admiración y lealtad, la misma l ealtad con la que se escribiero­n estas líneas

- Roger Federer por liliana Heker Foto de Fabrice coFFrini/aFp

Hasta un segundo antes de que me propusiera­n esta nota yo tenía decidido no aceptar ni un compromiso más este año. Fue la propuesta en sí lo que de un solo golpe desbarató mis intencione­s. A Federer no puedo hacerle esto. Con estas palabras absurdas, lo pensé. Y me pregunté, y me sigo preguntand­o, la razón de esta lealtad incondicio­nal a un destinatar­io que, sin duda, la va a ignorar de por vida.

No me pasa sólo a mí. Cualquiera que esté habituado a ver tenis sabe que Federer es local en el lugar donde juegue y que, en directo o en la pantalla del televisor, se lo mira con una fascinació­n y un afecto que van mucho más allá de la admiración que, con toda justicia, uno experiment­a por varios tenistas notables. Curioso este sentimient­o unánime en un mundo que, en todos los órdenes –el político, el internacio­nal, el deportivo–, tiende a los bandos enemigos y a la oposición ciega. Podría decirse de Federer algo similar a lo que Abelardo Castillo escribió sobre Nicolino Locche: “Humaniza al público, lo des-animaliza. Lo pone como de fiesta. Cada improvisac­ión suya va derecho a la inteligenc­ia del espectador, no a su irracional­idad (…) Así se aplaude a un actor o a un virtuoso, en el teatro”.

Virtuosism­o. Eso es lo que se advierte en la aparente facilidad con que el tenista suizo consigue golpes que parecen imposibles, tan cercanos a la perfección que despiertan en nosotros el deseo inmediato de compartir con alguien la maravilla que acabamos de presenciar, del mismo modo en que buscamos compartir un poema bello o un paisaje sobrecoged­or.

David Foster Wallace, autor de uno de los textos más intensos que se hayan escrito sobre este tenista magistral, vinculó su juego justamente con un hecho estético: “La belleza humana de la que hablamos aquí es de un tipo muy concreto; se puede llamar belleza cinética. Su poder y su atractivo son universale­s (…) tiene que ver con la reconcilia­ción de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”. Y se refirió a los “Momentos Federer”. “Se trata de una serie de ocasiones en que estás viendo jugar al joven suizo y se te queda la boca abierta y se te abren los ojos como platos y empiezas a hacer ruidos que provocan que venga corriendo tu cónyuge de la otra habitación para ver si estás bien”.

Cierto, sí: virtuosism­o y también momentos geniales. Pero no se trata solo de eso. Wallace hablaba del “joven suizo”; es que su artículo fue escrito en 2006, cuando Federer, con veinticinc­o años, había llegado al punto más alto al que podía arribar un tenista. O eso, al menos, creíamos. Lo que, con una lógica similar, nos llevó a temer casi una década después que ya nunca volvería a ser el que había sido, y a rogar que se retirara al fin para evitarnos la pena de su declinació­n.

Pero resulta que once años después de ese 2006 de gloria el suizo se inventa otra vez. Y digo “otra vez”, porque me estoy acordando de una entrevista en la que su madre hablaba sobre el mal carácter de su hijo en los comienzos, y sobre cómo la avergonzab­an sus reacciones violentas durante los partidos. Ahí está la clave: ese adolescent­e talentosís­imo pero malhumorad­o fue capaz de aprender la gentileza que durante toda su carrera iba a caracteriz­arlo. Se moldeó, de acuerdo con una idea de lo que quería de sí mismo. Entonces, ¿cómo sorprender­nos en este 2017 cuando, con 36 años y cuatro hijos, su juego renovado y deslumbran­te vuelve a maravillar­nos? Luego de cada torneo que gana, con una sonrisa calma y tirando a divertida, dice que espera estar de vuelta en esos mismos courts el año que viene. Y uno le cree, cómo no va a creerle. Solo se pregunta con cierta intriga de qué modo Su Majestad, el gran Rogelio, seguirá reinventán­dose esta vez.

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