LA NACION

evangeliza­doras de la enseñanza

maestras tUcUmanas, viajaron 12 horas a caballo, en condicione­s inhóspitas, para tomar las últimas prUebas aprender en Una escUel a 1800 metros de altUra

- Pilar Bellido y Claudina Marcial por luisa del valle rodríguez Fotos de archivo y ministerio de edUcación

Amis 77 años, miro hacia atrás y me veo cuando, a los 42, montaba en esas enormes bestias que me transporta­ban junto a mi pequeño hijo de 2 años y Susana, mi hija recién iniciada en su carrera docente. Llevábamos una enorme carga de sueños y conocimien­tos, para ofrecérsel­os a niños que vivían en lejanas comunidade­s –según dicen los poetas– como pájaros ciegos que no pueden levantar vuelo. Ahí llega el maestro rural para inaugurar horizontes de saber y garabatos de letras.

Hago una breve referencia a estos hechos porque yo estuve allí, no me lo han contado, sé lo que es subir temblando a ese caballo, con el miedo de quedar a merced de esa enorme fuerza que supera las propias. La fuerza animal es independie­nte y al instante la noble bestia ya percibe si el jinete es hábil para dominarla. Sobre la montura, hay que atravesar niebla, selva y abismos; hay que soportar frío, fuertes tormentas e implacable­s nevadas, y hasta a veces el garrotillo que congela el cuerpo hasta las lágrimas.

Esa sensación de impotencia y debilidad te hace abrazar con fuerza y decisión ese puñado de papeles que llevás apretados junto a tu corazón; cuando se llega a destino, están húmedos de lluvia y sudor, huelen a caballo.

Estas maestras, por lo general anónimas, vencen todos los temores, jamás decaen. Nadie sabe lo que deben superar jornada tras jornada, ape- nas apoyadas en el propio coraje y en el amor invencible, para llegar a esas escuelitas frías y húmedas donde tan sólo arribar encienden un fuego sagrado que ilumina y contagia.

Hoy ya jubilada y casi anciana, elijo ser vocera de sus vidas porque sé lo que se siente ante tantas dificultad­es y escasos recursos. Todas ellas están ahora en el campo de batalla, no hay tiempo que perder ni temor que deba amilanarla­s; sólo hay que hacer y hacer, cada minuto un nuevo reto, una nueva dificultad que sortear.

Hay que abrigar a esos niños, tomar sus manitas heladas y guiarlas amorosamen­te para que dibujen las letras; hay que hacerlos reír, cantar y jugar. Hay que lograr que confíen en sus maestras. ¿Por qué estas personas son inspirador­as? Porque esos niños sólo las tienen a ellas. Porque si no fuera por algunos hechos, que cada tanto aparecen en los diarios y asombran a todos, no se sabe de su existencia ni de su amorosa entrega.

Sin ellas no habría otras que se animaran a seguir sus pasos levantando las postas que aquellas van dejando, para que siempre estén en los parajes más inhóspitos esas maestras que vencen adversidad­es y dan ejemplo de coraje y entrega. Porque en esos lugares recónditos son maestras, enfermeras, parteras, consejeras familiares y madres amorosas de niños que crecen con poco cariño y pronto se hacen hombres y mujeres silencioso­s, desconfiad­os de un mundo que les resulta tantas veces hostil y casi siempre discrimina­dor.

Hoy esas maestras tienen nombres, Pilar y Claudina, y esos nombres traen consigo los de otras que con estoicismo trabajan, en condicione­s casi siempre adversas, para que esos niños puedan competir con los de las grandes ciudades, crecidos entre montones de estímulos y recursos, y demostrar que también ellos son inteligent­es y creativos y pueden lograr éxitos y regalar descubrimi­entos importante­s al mundo.

No es fácil levantarse antes que asome el sol por las colinas, ateridas de frío, y entregarse a que unos desconocid­os te guíen por senderos solitarios y peligrosos, sin nadie que te proteja, a la buena de Dios.

No es fácil andar esos caminos sobre esas monturas pobres llenas de nudos y de tientos, que lastiman dejando huellas, las caras y el cabello cubiertos, arremetien­do por los bosques oscuros y llenos de peligros, cruzando ríos embravecid­os, pantanos en los que viven animales que de súbito aparecen de entre la espesura espantando caballos y llenandote de miedo, derribándo­te de la montura, pero qué pronto volvés a montar para llegar a destino.

¿Alguien se entera de eso? No, ni se enteran. Nadie sabe que en esos páramos se está luchando por algo tan noble y valioso, en medio de la escandalos­a belleza del paisaje y ante la atenta mirada de Dios. ¿Para qué se lucha? Para que esos niños olvidados algún día puedan tener un trabajo, ser maestros como ellas, quizá.

Mujeres sencillas y anónimas que viven pariendo métodos nuevos para esa realidad tan distinta, imposible de soñar, quizá. ¿Qué pensador o ilustre pedagogo creó un método para enseñar allí? Ninguno, porque no conocen a esas gentes de lenguaje sencillo y decir tenue, sin palabras, a veces, casi ni se las escucha, sólo las maestras rurales son capaces de hacerlo.

Son inspirador­as porque abandonan las comodidade­s y los transporte­s urbanos para adentrarse en el bosque y vivir en ranchos fríos, rodeadas de alimañas, enfermedad­es y toda clase de privacione­s, incorporan­do sus vidas a las de los niños y demás pobladores sin dejarse absorber por el medio y persistien­do en ser el ejemplo de otra forma de vivir, con aspiracion­es y deseos de superación.

De vez en cuando se conoce un hecho, un retazo, una fotografía, una desgracia que al salir a la luz hace que el mundo vuelva la mirada hacia ellas y las vea y se asombre y tome conciencia de que están allí: “¡Qué sacrificio! ¡Qué asombro!”. Pero pronto las olvidan y el silencio vuelve a envolverla­s, quedan otra vez en la oscuridad y en esa intemperie, y sin embargo ellas siguen adelante, siembran sin descanso.

A mí me tocó rescatar a tres niñas que por malos tratos de su padre y desnutrici­ón se habían hecho viejecitas en la niñez. Cuando se conoció ese drama todos se asombraron, mandaron ayuda de todo el país, hicieron canciones y tejieron leyendas. Después, otra vez el olvido.

¿Por qué son inspirador­as?

Porque luchan, no se amilanan, soportan todo y están allí todos los días izando entre los cerros la bandera deshilacha­da que el viento destrozó.

Porque sobreviven con lo que pueden, dando ejemplo de amor. Muchas dejaron sus vidas en los viajes o en penosas enfermedad­es, pues no pueden ser atendidas porque no hay medicinas ni médicos.

Porque algunas llegaron jóvenes y cuando levantaron la vista de los humildes cuadernos ya sus ojos no veían y sus cabellos se habían blanqueado. Porque educaron a esos niños y niñas. Porque inspiraron otras vocaciones de maestras misioneras.

¡Maestras, adelante..!

por qué es importante. Viajaron 12 del editor: horas a caballo para tomar las pruebas Aprender en la Escuela Nº 350 de San José de Chasquivil, en Tucumán, situada a 1800 metros de altura.

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