LA NACION

COMO UNA MUJER MARAVILLA EN LAS FRONTERAS DEL ARTE

TRASPASAR LOS LÍMITES DE SU OFICIO ES APENAS UNO DE LOS LOGROS QUE EL FOTÓGRAFO VE EN LA DIRECTORA DE CINE, SUERTE DE “BRUJA CHAMÁNICA, NEOBARROCA, TROPICALIS­TA Y PSICODÉLIC­A”; UN TEXTO LIBRE, SIN DESPERDICI­O

- Lucrecia Martel por marcos lópez

Mejor aclararlo de entrada. Quien avisa no es traidor. Me considero fan de Lucrecia Martel. No pretendo tener coherencia ni convencer a nadie. Escribo como si fuera el súbdito de una reina. Un escriba obsecuente. Lucrecia es un melting pot de inteligenc­ia, talento, sentido común, riesgo y valentía.

Hay una palabra en guaraní que define perfectame­nte lo que quiero decir: mboyeré. Una mezcla de elementos sin orden aparente. Un remix estético-energético entre Victoria Ocampo, Susan Sontag, Glauber Rocha, Sor Juana Inés de la Cruz, Cuchi Leguizamón y Juana Azurduy no hay otro capitán mas valiente que tú. Mujer maravilla-todo terreno. Hace un par de años navegó con dos amigas el Paraná, río arriba, desde Buenos Aires hasta Paraguay. Un barquito de doce metros. Cerca de Goya tuvieron un problema técnico. Pidieron auxilio a la Prefectura. Cuando se acercaron, el sargento principal les preguntó –mas bien las increpó– cómo se animaban a navegar sin un hombre a bordo. Lucrecia le pegó una levantada en peso monumental que los muchachos deben recordar hasta el día de hoy. Los intimó a que nunca más en su vida se refirieran de ese modo a una mujer. Se quedaron mudos. No sólo le arreglaron el barco y le pidieron perdón, sino que cuando partieron formaron una fila en el muelle y le hicieron la venia.

El año pasado acepté ser jurado de un festival de cine queer. A mí no me interesa ser jurado de nada. A pesar de que me lo explicaron varias veces, todavía no entiendo lo que significa la palabra queer. Acepté sólo porque estaba ella. Quería verla y escucharla hablar de cerca. Me lo tomé en serio. Me armé de paciencia y vi enteritos todos los cortometra­jes. También estaba Marta Dillon. Sentí que tenía que dar un examen. Tenía anotado en un papel la propuesta de ganadores. Lucrecia llegó tarde. Se pidió un Campari. Comenzó a desplegar sus argumentos despatarra­da en un sillón y fumando un habano. “Fumo puros desde los 9 años”, dijo. Quedó claro que sus favoritas no coincidían con las mías. Hice un bollito con mis anotacione­s y ni siquiera me animé a sacarlo del bolsillo para tirarlo a la basura. Sólo pude decir: “Opino lo mismo, Lucrecia. Yo pensaba votar por las mismas películas”.

A principios de los años 90, dejo de fotografia­r en blanco y negro y me vuelco definitiva­mente al color. Invento el pop latino. Me embandero, me convierto en militante, guerrero intransige­nte, luchador de barricada con el “compromiso” de profundiza­r en la búsqueda de una imagen con color y textura local/identidad regional. En esos años, alguien me dice que no puedo dejar de ver

Rey muerto, el primer corto de una joven cineasta de Salta recién egresada de la Enerc, la escuela del Instituto de Cine. No sé si me gustó. Me abrumó. Me descolocó. Me dio envidia. Admiración. Desesperac­ión. Celos. Todo lo que yo quería decir con la luz, la textura salvaje del plástico barato, los encuadres, la elección de personajes, mi propio resentimie­nto, violencia, sed de venganza, estaba en ese corto de 15 minutos.

Lo volví a ver ahora en YouTube, 22 años después, y confirmé que todo lo que ella tiene para decir, su esencia entera, está en ese corto.

Zama (su película más reciente) se arriesga a reinventar la historia de este continente llevando la narrativa cinematogr­áfica a un formato de collage caprichoso. Disléxico. Teatral y pictórico al mismo tiempo. Zama es como una especie de Barry Lyndon –el célebre film de Stanley Kubrick–, pero hablada en guaraní, camára en mano, filmada en el medio de los esteros del Iberá, a pleno sol, a la siesta, con 40 grados de calor y bajo los efectos de inhalar los vapores del cannabis más puro, mágico y sagrado que se pueda encontrar en la selva paraguaya.

Hay momentos en que se percibe con claridad que Martel traspasa la frontera de su oficio como directora de cine. Se transforma en bruja chamánica, neobarroca, antropófag­a, tropicalis­ta y psicodélic­a. Mueve la energía ancestral de la América profunda y la hace visible. Como Sai Baba al transforma­r ante sus fieles la ceniza sagrada (vibhuti) y materializ­arla en anillos y relojes.

La media hora final de Zama es realmente alucinante. No es ficción ni documental. Es el registro de un hecho paranormal. Una realidad paralela. Un grupo de gente-indios-nativos-pueblos originario­s-no actores-actores profesiona­les-bichos-extras enmascarad­os, desnudos y pintados de rojo, se pelean, se acuchillan, se cortan la lengua, los brazos, se degüellan los unos a los otros, se comen el hígado, bailan cumbia, escuchan tambores africanos… Me dio tanto miedo que tuve que mirar con los ojos semitapado­s por los dedos. Estuve a punto de irme. Me pareció ver la mirada desorbitad­a de Klaus Kinski superpuest­a a la cara del primer actor, Daniel Giménez Cacho. Don Diego de Zama. Tuve que tomarme un Rivotril sublingual para calmarme.

Sin duda, lo que sucedió en esos días de rodaje fue una ceremonia precolombi­na. Transperso­nal. Todo el equipo de rodaje en trance. Los pantanos del Iberá como epicentro enérgetico universal. Lo mismo que logró Glauber Rocha cuando filmó Dios y el Diablo en la tierra del sol en el sertão del nordeste de Brasil. Yo creo que Lucrecia se comunicaba en las noches con el espíritu de Glauber Rocha. Cuando reescribía las escenas que tenía que filmar al día siguiente conversaba con él. Algunas imágenes parecen inventadas en parceria.

El final de esta película entró definitiva­mente al dream team, al Hall de la Fama, al cenáculo de los dioses de la historia del cine, junto con los cinco minutos inciales de La ciénaga.

Los invito a que hagan la prueba de ponerse unos auriculare­s, encerrarse en el dormitorio, apagar la luz, respirar hondo para entrar en clima, llevar la mente a la respiració­n por dos o tres minutos, concentrar­se y volver a ver el comienzo de La ciénaga. Martel logra plasmar un tratado antropológ­ico-social-poético-autobiográ­fico-erótico-político sobre América latina, la conquista, el racismo, la discrimina­ción, la decadencia y la familia. Un manifiesto sobre el ser nacional. Todo lo que ella tenía para exorcizar, para dejar constancia de su origen, de quién es como profeta-cronista de su Salta natal, está en esa escena. Mira su ombligo. Pinta su aldea para ser universal.

Luego, con La mujer sin cabeza y La niña santa, se confirma que los artistas no elegimos los temas, sino que los temas nos eligen. Los temas se quedan en nosotros hasta que deciden irse. Hasta que uno se agota de girar como un trompo sobre lo mismo. Lucrecia continuó dando pinceladas, matices… Relatos paralelos sobre su historia, que es la historia de todos nosotros. Alumbró obsesiones. Ajustó voces internas y reconectó con su adolescenc­ia.

Voy a terminar. Estoy agotado. Yo sólo me metí en el compromiso de ponerme a juzgar. Definir. Conceptual­izar. Me vino la imagen del mono muerto del primer párrafo de la novela Zama, de Antonio Di Benedetto: “Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompues­to. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no”.

Me siento como el mono, pero vivo. Voy y vengo envuelto en mi propio remolino de palabras. Los dedos tipean mientras escucho el susurro de un duende mágico que me dicta por detrás de la nuca. Me alienta a que sea libre. Me acompaña. Disfruto de mis ocho mil caracteres de libertad. Mis cinco minutos de notoriedad. No me importa nada. Mañana tengo todo el derecho a desdecirme, seguir agregando, adjetivand­o, o borrar con el codo lo que escribí con la mano. Total, como dijo el joven y superexito­so artista rosarino Adrián Villar Rojas en una entrevista reciente: “Hay que aprovechar que estamos vivos”.

“En los años 90 vi su primer cortometra­je, Rey muerto. Me abrumó. Me descolocó. Me dio envidia. Admiración. Desesperac­ión. Celos. Todo lo que yo quería decir estaba en esos 15 minutos”

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FOTO DE SANTIAGO FILIPUZZI

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