LA NACION

La necesidad de un llamado de pacificaci­ón nacional

- Joaquín Morales Solá

Al Gobierno le toca ahora hacer un llamado a la pacificaci­ón nacional. Las cosas en la Argentina se olvidan fácilmente, pero la gravedad de los hechos violentos del jueves 14 y del lunes 18 de diciembre merecen de parte del Gobierno un análisis más racional que la fugaz memoria colectiva. Lo que se vivió en esos días fue un intento de desestabil­izar a un gobierno democrátic­o y la decisión de hacerlo con dosis pocas veces vistas de violencia. La aversión ideológica a Mauricio Macri (y el odio personal por su extracción social) parecen justificar lo que durante 34 años de democracia no estaba permitido: buscar a la luz del día la destitució­n de un gobierno. Como se comprobó que será difícil hacerlo desde elecciones generales porque Macri ganó ya tres elecciones consecutiv­as (las tres incluyeron triunfos en la monumental y decisiva provincia de Buenos Aires), la violencia es un recurso que no ha terminado necesariam­ente.

Las cosas podrían haber sido mucho peores si no hubiera actuado, con discreción y en reserva, la nueva conducción de la Conferenci­a Episcopal Argentina. La cúpula religiosa que lidera el obispo Oscar Ojea les hizo saber a los movimiento­s sociales que así como existe el derecho a la protesta, este queda invalidado de hecho cuando se mezcla con actos de violencia. Los obispos fueron claros: ellos nunca respaldará­n la depredació­n del espacio público, la agresión a personas ni cualquier otra protesta que no sea pacífica. El Movimiento Evita, Barrios de Pie y la Confederac­ión de Trabajador­es de la Economía Popular (CTEP), las organizaci­ones que llevaron las columnas más nutridas, decidieron entonces retroceder en el acto ante los primeros hechos de violencia del lunes 18. Sus líderes (Fernando “Chino” Navarro, Daniel Menéndez y Juan Grabois) aceptaron que habían escuchado la exhortació­n de la Conferenci­a Episcopal. Ojea es un obispo muy cercano al papa Francisco, quien también tiene relación con algunos de esos líderes de los movimiento­s sociales. Macri tiene otra deuda con el pontífice de Roma.

¿Cómo será en adelante? Sólo se sabe que falta todavía el tratamient­o de temas altamente conflictos. La reforma laboral, por ejemplo, o el inicio en marzo del período anual de paritarias. Aun cuando el Gobierno logre unir a la CGT y a la familia Moyano en una misma dirección, siempre les quedarán fuera de cualquier acuerdo las dos CTA y las comisiones internas controlada­s por el Partido Obrero. Este ha demostrado, además, una enorme capacidad e ingenio para cometer actos de violencia. Lo suelen acompañar otras franjas de la izquierda trotskista.

Una convocator­ia a la pacificaci­ón nacional no será aceptada nunca por esas corrientes de la izquierda violenta. Tampoco por el kirchneris­mo. Con el cristinism­o hay un problema: cree (o actúa el convencimi­ento) de que sus desventura­s judiciales se deben a que en el gobierno está Macri. Mal diagnóstic­o: los jueces están más pendientes de los mensajes de la opinión pública que de lo que opina la administra­ción de Macri. Los seguidores de Cristina Kirchner se sienten cómodos también en un lado de la profunda grieta que separa a dos minorías sociales: la antikirchn­erista exaltada y la antimacris­ta fanática. Ese foso es la razón de existir del cristinism­o. El Gobierno debería preocupars­e de que no se convierta también en su razón de vivir.

La propuesta de un contrato de convivenci­a en paz podría incluir al massismo y a gran parte de los gobernador­es peronistas, que detestan la sublevació­n violenta tanto como el propio Macri. El massismo no tiene un plan político después de la amarga derrota de octubre, pero nunca fue una corriente política violenta. Extrañó, por eso, verlo avalar la violencia desde dentro del recinto de la Cámara de Diputados. Podría volver a carriles de normalidad política cuando ya fracasó el intento de desestabil­izar a Macri. Es probable que Sergio Massa haya imaginado un escenario en el que las cartas volverían a darse si la violencia dejaba a un Macri extremadam­ente debilitado. Ya imaginó, en 2013, que Cristina no volvería nunca después de la operación en el cráneo. Si hubiera sido así, en las condicione­s de aquel momento, el nuevo presidente habría sido Massa. Hay una diferencia entre la fantasía y la realidad, entre el an- helo y lo asequible, que un político debe saber distinguir.

Si el Gobierno, los gobernador­es peronistas, el massismo, los sindicatos y los movimiento­s sociales se comprometi­eran con un contrato de pacificaci­ón nacional para restablece­r los paradigmas de 1983 (“Nunca más a la violencia”), el antisistem­a y los promotores de la violencia quedarían aislados. Nunca un proyecto así incluirá a todos, pero por lo menos se sabrá en qué lugar está cada uno. El Presidente tiene un compromiso consigo mismo: la paz entre los argentinos fue una de sus tres promesas de campaña.

El Gobierno tiene también la obligación de investigar qué pasa con las fuerzas de seguridad, que oscilan entre no hacer nada y hacer las cosas mal, de tal manera que una manifestac­ión puede terminar con muertos o heridos. De hecho, la insoportab­le inacción de la policía metropolit­ana el lunes 18, cuando se creó uno de los escenarios más asombrosos de destrucció­n y saña contra los uniformado­s, estuvo respaldada en el argumento de que un eventual muerto levantaría la sesión en Diputados. Pero ¿por qué debía haber un muerto? En julio pasado, en Hamburgo, se reunió el G-20, entonces presidido por Alemania. Hubo alrededor de 8000 activistas antisistem­a que usaron métodos violentos. La policía alemana reprimió ese asedio durante tres días. Hubo policías y manifestan­tes heridos, pero ningún muerto.

En el interior del Gobierno se criticó la actitud inexperta de la Gendarmerí­a para sofocar la violencia el jueves 14. Cuando la policía metropolit­ana fue rebasada el lunes 18, el gobierno nacional envió a la Policía Federal, a la que también algunos funcionari­os criticaron luego por su chapucería. Entre los críticos, vale consignar, no figuraron nunca el Presidente ni su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Se les atribuye el liderazgo de una posición de mano dura, pero en rigor están convencido­s de que debe restablece­rse una noción del orden y de la autoridad en un país donde la anarquía reinó en el espacio público desde 2001.

Si las cosas son como algunos funcionari­os dicen que son, entonces la prioridad del Gobierno es la creación de un cuerpo policial de elite, capaz de disolver una manifestac­ión sin demasiados heridos ni mucho menos un muerto. Desde los crímenes de los jóvenes Maximilian­o Kosteki y Darío Santillán a manos de la policía bonaerense, en junio de 2002, el poder político se llenó de temores por la eventual aparición de un muerto plantado por fuerzas de seguridad. Duhalde adelantó las elecciones presidenci­ales para no pasar por otra experienci­a como esa. Néstor y Cristina Kirchner creyeron que las fuerzas de seguridad conspirarí­an contra ellos sembrando el país de muertos. Ataron de pies y manos a las fuerzas de seguridad.

Macri no cree en potenciale­s conspiraci­ones de las fuerzas de seguridad y, por el contrario, se respaldó en la Gendarmerí­a para controlar el orden público y luchar contra el narcotráfi­co. Pero funcionari­os suyos consideran que los uniformado­s estuvieron inactivos durante demasiado tiempo. Perdieron, dicen, la experienci­a y la gimnasia para enfrentar numerosas y violentas manifestac­iones públicas.

Un contrato de pacificaci­ón podría ayudar a serenar el espacio público, pero nunca resolverá del todo el problema de algunos grupos minoritari­os preparados para ejercer una vasta violencia. Por eso, el pacto de paz es necesario tanto como la creación de cuerpos policiales capaces de reprimir sin matar.

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