LA NACION

Falta una izquierda democrátic­a

- Gustavo Noriega

En la sesión de la Cámara de Diputados del 6 de diciembre último, en la que se constituía­n el nuevo cuerpo y sus autoridade­s, el representa­nte del bloque del Frente de Izquierda, Nicolás del Caño, se abstuvo de votar al presidente de la cámara, señalando: “Todos conocen nuestra lucha socialista y anticapita­lista. Al tratarse este cuerpo de uno de los poderes del Estado capitalist­a que reproduce esta dominación, no votamos las autoridade­s de la cámara”. La afirmación lleva la famosa frase de Groucho Marx a su conclusión definitiva: un cuerpo que es tan democrátic­o como para tolerar a la izquierda revolucion­aria debe ser eliminado por esa misma izquierda. Las acciones del 18 de diciembre y su correlato parlamenta­rio, intentando voltear una sesión de la cámara a través de la violencia, reforzaron en la práctica aquella declaració­n de principios.

Hay algo terribleme­nte frustrante en la declaració­n de Del Caño. La cándida admisión revolucion­aria del diputado de izquierda resulta frustrante no tanto por lo que es –la expresión de un grupo minoritari­o al cual la democracia debe admitir aun cuando sus miembros no se sientan parte de ella–, sino por lo que no es. La izquierda con representa­ción parlamenta­ria en la Argentina es un grupo que, contra todas las evidencias del siglo XX, no renuncia a su sueño revolucion­ario del siglo XIX, que no cree en el sistema democrátic­o, que no solo no se siente parte de este, sino que cree que su misión es eliminarlo. Lo que no hay en la Argentina es una izquierda moderna, democrátic­a, integrada al sistema, que mejore la democracia en vez de cambiarla por un sistema que no tiene buenos ejemplos en el mundo ni en la historia. Esta carencia es un drama.

La izquierda, o su expresión más vaga, el progresism­o, que incluye al kirchneris­mo como su ala inescrupul­osa, ha sido muy exitosa en imponer ciertas ideas: cierto ambiente anticapita­lista, desconfian­za hacia el mundo de los negocios, un nacionalis­mo victimizad­o y la propensión a manejarse con ideas sin necesidad de que estas sean contrastad­as con los hechos. También, que valores como democracia y derechos humanos sean usados a voluntad. En la conversaci­ón pública, en cambio, su aporte es muy escaso. Las consignas son enemigas del diálogo y en el griterío se termina ignorándol­as.

Pero la izquierda no sólo debería jugar un rol en un debate público, sino también imponer temas de su agenda. No solo debería aportar una reflexión desde su punto de vista respecto de lo que se debe hacer con el déficit y la inflación, o la contraposi­ción de derechos en los conflictos derivados de las protestas callejeras, asuntos en los que hasta ahora se ha expresado de manera declamator­ia, general y vacía. También debería intentar colocar en la conversaci­ón pública algunos temas que hoy no están en el interés ni de la coalición gobernante ni de la desperdiga­da opo- sición. Desarrolla­remos tan solo algunos.

Segurament­e, la Argentina no está lista para encarar legalmente el tema del aborto. Buena parte de la clase política pertenece a la comunidad católica. Nadie dice que sea una discusión fácil, pero si un partido democrátic­o de izquierda no expone con crudeza la situación de los abortos clandestin­os, ¿quién lo hará?

Siguiendo la tradición internacio­nalista de la izquierda –y abandonand­o los delirios nacionalis­tas y militarist­as de 1982–, ¿quién si no la izquierda puede llevar adelante un programa de integració­n con los habitantes de las islas Malvinas? El episodio del submarino ARA San Juan, la solidarida­d internacio­nal y la que demostraro­n los habitantes de las islas genera un momento propicio. Ni que hablar de los derechos humanos: no va a ser ningún partido conservado­r o de derecha el que se ocupe de las condicione­s de vida de los presos, de la generaliza­ción de las prisiones preventiva­s, de las situacione­s que enfrentan en la Justicia los más desposeído­s. La catástrofe educativa nacional, que se ha demostrado transversa­l a todas las experienci­as políticas, también requiere un sector que reclame la recuperaci­ón del prestigio de la escuela pública. ¿Quién se puede hacer cargo de los problemas derivados de la automatiza­ción, cómo se paliarán los costos de esa revolución? ¿Quién si no la izquierda debería imaginar un contrapeso de la eliminació­n de puestos de trabajo?

Renunciar a la idea de una revolución imposible debe ser el primer paso. Lo siguiente es sentirse parte de la democracia. Aspirar a ganar elecciones, no a “tomar el poder”. Las consecuenc­ias serán positivas, no sólo para un sector significat­ivo de la Argentina que se identifica con la izquierda, sino para el país mismo, para el sistema democrátic­o.

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