LA NACION

El intelectua­l que pone en jaque a Bergoglio

- Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Para Borges las religiones eran apasionant­es antologías del género fantástico; para Sebreli en cambio son laberintos ideológico­s. Su último trabajo es un libro monumental y erudito que excede en mucho a Bergoglio y a sus huestes, pero que no deja de disecciona­rlos con fría precisión, ni de mostrarlos bajo una luz distinta, intensamen­te polémica. Luego de analizar la genealogía de las grandes creencias místicas, se detiene en la “teología de la pobreza”, que el papa Francisco ha convertido en su celebrada política oficial. Recuerda Sebreli la declaració­n de un pastor (tal vez pentecosta­l) a The New York Times: “La ironía es que los católicos optaron por los pobres cuando los pobres estaban optando por los evangelist­as”. El gran ensayista también se permite criticar a la Madre Teresa de Calcuta, que acogía a enfermos de sida pero permanecía contraria al uso del preservati­vo. Los dos señalamien­tos, tan distantes, apuntan a describir la verdadera naturaleza de este giro estratégic­o de la Iglesia y también a desmontar su falso sesgo progresist­a.

Sugiere el autor de Dios en su laberinto que Bergoglio es un conservado­r popular y que sus apóstoles no encuentran en la pobreza una carencia sino una virtud. Para ilustrar esto recurre a declaracio­nes públicas de su heroico equipo de trinchera, que muestra sin embargo desconfian­za frente a la urbanizaci­ón de las villas, puesto que esa mejora conllevarí­a un carácter “civilizato­rio” y porque en esos asentamien­tos persistirí­an “valores evangélico­s muy olvidados por la sociedad liberal de la ciudad”. Flota entonces el concepto tácito de que la clase media ha sido corrompida por el dinero, y que ha virado hacia un cierto agnosticis­mo o tal vez a un catolicism­o de bajas calorías, como viene ocurriendo en todas las capitales laicas de Occidente. En contraposi­ción, hay zonas marginadas en todas las latitudes donde Dios brilla sin dudas ni sombras. Sebreli refuta la concepción pobrista de Bergoglio y trae un ejemplo cercano: “El ideal de los villeros no es el de cultivar el comunitari­smo ni formar una microsocie­dad, ni preservar su ‘identidad cultural’, sino salir de allí lo más pronto posible; incluso las familias de villeros más organizado­s y con mejor situación envían a sus hijos a escuelas lejos de las villas y los que tienen un trabajo dan un domicilio falso. No son los ‘porteños’ despectiva­mente tratados por los curas, sino los propios villeros quienes detestan la villa, y querrían integrarse a la ciudad. La ayuda a los pobres no consiste en exaltar la pobreza como un mérito sino en combatirla, y eso solo se consigue con posibilida­des de trabajo, educación, vivienda, salud, control de la natalidad, e integració­n plena a la sociedad”.

La prédica del Papa no reconoce el Estado de bienestar de las democracia­s republican­as; en consecuenc­ia, sus relaciones no se arman en torno a partidos políticos, sino a organizaci­ones sociales, cuya consigna es “imitar al pobre” y cuya especialid­ad consiste en gerenciar la dádiva. Ni los diversos marxismos, ni cualquiera de los liberalism­os posibles son afines a esa ocurrencia de fondo: ambos pretenden razonablem­ente resolver un problema económico con la economía.

A esta nueva concepción eclesiásti­ca, Sebreli la califica de “utopía reaccionar­ia”, negadora de la modernidad y prejuicios­a con el capitalism­o de cualquier orden, dado que confunde las partes con el todo, es decir, los múltiples defectos y desigualda­des del sistema, con sus cualidades, y con la innegable prosperida­d social que produjo en muchas naciones. La alternativ­a parece ser un populismo religioso que sospecha del progreso; con liderazgos carismátic­os y con un rasgo curiosamen­te antiintele­ctual: Sebreli anota que durante el Tedeum del 25 de mayo de 1999 el entonces cardenal ins- taba a beber de “las reservas culturales de la sabiduría de la gente corriente” y a no hacer caso de “aquella que pretende destilar la realidad en ideas”.

Otro capítulo lo dedica a la formación del célebre vecino del barrio de Flores; como todo argentino, Bergoglio goza con ser inclasific­able. Sebreli abunda en su paso por Guardia de Hierro, indaga en su lectura jesuítica y luego lo retrata: “El Papa humilde como cura de aldea esconde un político habilísimo y astuto… Es el maquiavéli­co Ignacio de Loyola travestido en el dulce Francisco de Asís”. Según el autor, esta dualidad ya estaba en el primer Francisco, a quien Chesterton llamaba “el divino demagogo”. El aspecto dual de su gestión parece plagado de picardías (hagan lío, pero no usen profilácti­co; sean revolucion­arios pero que sea “la revolución de la gracia”), y también de perogrulla­das, como cuando exhorta a los narcos a dejar de serlo a riesgo de ir al infierno.

Donde Sebreli resulta más duro es en el terreno de los usos y costumbres de la vida moderna, la moral sexual y familiar, y la libertad artística; allí, asegura, el padre Jorge “fue un reaccionar­io sin matices”. Trae a nuestra memoria el hostigamie­nto que lanzó contra León Ferarri, por su obra Cristo crucificad­o, que Bergoglio calificaba de blasfema. Y la carta que envió a las carmelitas para frenar el matrimonio igualitari­o; en esa misiva se advertía que la campaña contra aquella ley era directamen­te “una guerra de Dios”. Más tarde, Bergoglio pareció abandonar sus actitudes homofóbica­s al decir: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?” Pero no hubo pedido de perdón por haber perseguido a homosexual­es, ni se abordó el tema en el primer sínodo de su pontificad­o. El autor de El malestar de la política asegura que desde su papado y a través de notorios dirigentes peronistas frenó reformas al Código Civil, aunque acaso para inclinar la balanza insinuó ambiguamen­te una cierta apertura hacia los divorciado­s. “Francisco habla de ‘misericord­ia’ y de ‘curar heridas’, cuando lo que buscan los homosexual­es o las parejas divorciada­s o las mujeres que abortan no es la piedad ni el perdón sino el reconocimi­ento del esencial derecho humano a usar el propio cuerpo, a ser reconocido­s en plano de igualdad con los heterosexu­ales –escribe el sociólogo–. La misericord­ia, la piedad, convierten a la víctima en un objeto de lástima”. Sebreli sostiene que el “relato papal” ha sido tan eficaz que provoca el temor del ala conservado­ra y la esperanza del ala progresist­a. “Unos y otros se equivocan –concluye–. Bajo el mandato del papa Francisco habrá algunos cambios porque el mundo cambia, pero decepciona­rá a los católicos liberales; los conservado­res pueden tranquiliz­arse”.

Sólo el tiempo dirá si el escritor tuvo razón en todas estas observacio­nes. Lo innegable es que así como Ratzinger debe ser tratado como un pensador, Bergoglio debe ser juzgado como un político: capaz, a la manera de Perón, de mutar y de decirle a cada uno lo que quiere oír, y de utilizar para sus fines incluso a sus antiguos adversario­s (los neopopulis­tas) siempre y cuando estos se encuentren en la lona y él pueda hacerse cargo prácticame­nte sin costos de ese liderazgo en liquidació­n. Así se entiende que, al decir de Sebreli, “con el pretexto de acoger pecadores arrepentid­os, reciba a corruptos no recuperabl­es”. La idea de que “ocuparse de los pobres” equivale automática­mente a estar trabajando por su evolución, o pensar que quien lanza frases sinuosas sobre la libertad individual es un sacerdote abierto o un líder progre, comprobar cada día que lo siguen izquierdis­tas combativos y “almas bellas”, parecen prodigios surgidos del género fantástico. Borges se divertiría mucho con ellos.

Así como Ratzinger debe ser tratado como un pensador, Bergoglio debe ser juzgado como un político: capaz, como Perón, de mutar y de decirle a cada uno lo que quiere oír

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