LA NACION

Vida de feria. El trabajo invisible de los más de 200 puesteros itinerante­s

La extensa jornada laboral suele empezar a la madrugada para conseguir los alimentos; hay 27 mercados que recorren las 15 comunas de la ciudad

- Valeria Musse

Es cerca de la 1 de la madrugada y suena el despertado­r en la casa de Carmen Canchaya. Tiene que salir pronto desde el barrio porteño de La Paternal si quiere llegar a tiempo, bien temprano, al Mercado Central, en La Matanza. Allá conseguirá las frutas y verduras frescas que venderá más tarde en su puesto.

“Hay que trabajar mucho”, dice la mujer, de 60 años, mientras acomoda la mercadería. Faltan unos minutos para las 7, y acaba de posicionar su tráiler en el lugar que le correspond­e cada miércoles, a un costado de la Plaza Irlanda, en Caballito. Apenas levanta la mirada para dialogar, no hay tiempo que perder. A las 8 empieza la venta al público y tiene que organizar el puesto, ubicado en uno de los extremos de la feria. Primero, los estantes de metal. Luego, y con la ayuda de su hijo y otras dos personas, Carmen descarga el camión y controla las frutas y verduras. “Uh… me cobró dos docenas de rabanitos y solo me dio una”, dice en voz alta, como para memorizar el reclamo que deberá hacer. Ahora agarra la bolsa que contiene las papas y las distribuye en el mostrador, no sin antes revisar cómo están.

Carmen es una de los más de 200 puesteros que son parte de las 27 Ferias Itinerante­s de Abastecimi­ento Barrial (FIAB) que recorren las 15 comunas de la ciudad. Abren de martes a sábado, de 8 a 14. Los domingos son jornadas de trabajo opcionales para los puesteros. En el Ministerio de Ambiente y Espacio Público porteño estiman que, según el día de la semana y la época del año, a diario acuden a cada una de ellas entre 250 y 1000 clientes.

El reloj marca las 8 y ya hay tres personas dispuestas a comprar en el puesto de Carmen. Mientras ella termina de acomodar los carteles que exhiben los precios de la mercadería, se ocupa de sus clientes, muchos de ellos firmes ahí cada semana: “Sacale la cuenta que yo sigo”, le dice a uno de sus empleados. Acto seguido, señala una fruta y le dice a una mujer: “Ya está para comer”. El trabajo es incesante, casi automático, y así se mantiene la mayor parte de la jornada. Y aunque Canchaya lleva 12 años como feriante, hace poco que incursionó vendiendo frutas y verduras. “Me gusta”, dice, mientras sus inquietas manos no dejan de despachar.

A las 14 finaliza la venta al público, pero el día laboral aún no termina para los feriantes. Es hora de “levantar” el puesto y poner en orden el espacio, algo que lleva largos minutos. Una vez en su casa, Carmen controla la mercadería que queda. Recién a las 17, dice, puede almorzar. Ya está acostumbra­da. Esta rutina la repite casi toda la semana.

Si bien el horario de atención al público de las FIAB es de 8 a 14 –salvo excepcione­s– el trabajo para su puesta en marcha requiere una vasta preparació­n previa y posterior. Fidel Cuba y sus compañeros en el puesto de fiambres, colegas de Carmen en la FIAB N° 5, se ven por primera vez en el día a las 4 de la mañana. Se juntan en La Matanza para buscar los productos que tienen guardados en sus respectiva­s cámaras frigorífic­as. Como dependen del tránsito, y para evitar llegar tarde, salen con anticipaci­ón hacia Capital. El lugar de trabajo varía según el día de la semana. La idea es estacionar el tráiler –acarreado por otro vehículo– poco antes de las 7 para dejarlo listo a tiempo.

Los feriantes coinciden en que a veces se dificulta porque hay automovili­stas que no respetan los carteles que indican que, entre las 7 y las 15 de determinad­o día, el espacio está reservado para la FIAB.

“Somos un grupo muy organizado. Cada uno sabe qué hacer”, destaca Cuba, encargado del puesto. Una de las mujeres que trabaja con él se ocupa de fraccionar el queso cremoso; un hombre hace lo mismo con los quesos más duros; alguien acomoda los estantes y el expendedor de números. Un día de semana “normal” llegan a atender a unas 300 personas. “Hay clientes que nos persiguen. Van al barrio donde nos toca estar”, dice Cuba, entre risas.

Claudia Antúnez es vecina de Caballito y espera ansiosa la llegada del mercado itinerante. En su caso, tiene la oportunida­d dos veces a la semana: miércoles y domingo, aunque le gusta más el paseo del fin de semana en el que aprovecha a hacer las compras junto a su perro. “Los precios son mejores en la feria. Por lo menos en la fiambrería se nota la diferencia”, dice.

Desde su tráiler de productos de granja ubicado en el barrio de Belgrano, Marcelo Strangis cuenta que adoptó este trabajo “por una cuestión familiar”. Cuando era chico acompañaba a su padre, José, en su puesto de Pompeya y tuvo su primer carro de venta de fiambres cuando cumplió los 18: “Con la experienci­a aprendí que es una tarea laboriosa. Arranco a las 4 de la mañana y llego a casa a las 16, momento en el que ya puedo disfrutar de la familia”.

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Victoria gesualdi / aFv Carmen Canchaya se levanta a la 1 de la madrugada para ir al Mercado Central

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