LA NACION

Identikit del (mal) conductor argentino

En nuestras calles hay imprudenci­a e impericia, dicen los expertos; cuando el individual­ismo ventajero se pone al volante crecen los riesgos y la circulació­n vial empeora

- Pablo Corso

“Nadie ve más que la trompa de su auto”, dice roque Turlione, vecino del barrio porteño de Monte castro. con 55 años de experienci­a de manejo, 15 de ellos como taxista, repartidor y cobrador, vio todo lo que puede ver un conductor de las rutas y calles argentinas: autos que intentan conquistar lo inconquist­able, centímetro­s leídos como metros, velocidade­s que harían sonrojar a Lewis Hamilton. roque culpa a la falta de educación y de control. También al mandato de los tiempos: “Esto fue empeorando por cómo se vive. Es todo para ayer. Hay que llegar siempre antes, ser los primeros cueste lo que cueste”.

cualquier trayecto por los barrios porteños, donde circulan 1.600.000 autos por día, alcanza para comprobarl­o. Mandar mensajes por teléfono, ver luz verde cuando el semáforo marca amarilla, identifica­r al peatón como un mal innecesari­o, estacionar sobre las rampas y creer que una mujer maneja mal por culpa de su par cromosómic­o dice bastante de nosotros. no sólo somos infractore­s; esas decisiones también nos hacen ventajeros, machistas y prepotente­s.

“interpreta­mos las normas con creativida­d”, ironiza el antropólog­o Pablo Wright, investigad­or del conicet y director del equipo culturalia, que estudia el tema en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Esto, dice, obedece a razones histórico-culturales (quién nos colonizó, qué país generamos, nuestra idea de autoridad) y se relaciona con la actitud del ciudadano frente al Estado: “como pensamos que nos están perjudican­do, nos vengamos no obedeciend­o el ordenamien­to”. Manejar rápido o frenar de golpe son movimiento­s que se aprenden del resto y responden a la idea de que estamos en una competenci­a constante. Turlione lo describe así: “En la ruta te arrastran a cometer la infracción; si no vas a la velocidad de ellos, te llevan por delante. Y en la ciudad ni se te ocurra frenar cuando cruza un peatón porque el de atrás te mata”.

Si el axioma futbolero “se juega como se vive” denota nuestra dinámica de talentos individual­es sin virtuosism­o de conjunto, su relectura asfáltica (“se maneja como se vive”) ayudaría a explicar el contraste entre las destrezas conductiva­s de un país que ha tenido 24 pilotos de Fórmula 1 y tiene, en promedio, 22 muertos diarios. El ranking de accidentes también habla de nosotros. En la ruta sucede el choque frontal: el conductor pierde la paciencia, hace un cálculo inverosími­l y fabrica un destino fatal. En la ciudad se repite el choque en los cruces: no concebimos que la prioridad sea del otro. El toquecito de bocina refuerza la tendencia. Ya no frenamos, sólo avisamos que venimos.

En nuestras calles, dicen los expertos, hay impericia e imprudenci­a. “Los conductore­s argentinos no están bien formados”, dice Alejandro González, perito accidentól­ogo de la OnG creando conciencia. “nadie pide horas mínimas de práctica. Para obtener la licencia alcanza con saber estacionar, esquivar conos y dar marcha atrás”.

cuando el conductor a medio hornear sale a la calle, se encuentra con el peatón, esa criatura indeseable al otro lado del parabrisas. El gobierno porteño sabe que los 3400 semáforos no alcanzan para resolver el problema y lleva años probando estrechami­entos de calzada, rotondas, isletas, macetas, círculos pintados y sendas escolares para que aprendamos a bajar un cambio. A mitad de año empezó a instalar semáforos para los que caminan con la vista fija en el celular, a quienes llama “peatones tecnológic­os”.

Así las cosas, no alcanza con las intervenci­ones materiales. Las rutas de doble carril, el diseño bien planificad­o de calles y la señalética eficaz deberían complement­arse con lo que Wright llama “infraestru­ctura moral”: una educación ciudadana con peatones que crucen por las esquinas, colectiver­os que respeten a los pasajeros e hijos que no vean cómo sus padres estacionan en doble fila. Todavía estamos lejos: la impericia y la imprudenci­a gozan de buena salud en Palermo y en Tierra del Fuego. Pero ahí donde los ciudadanos se muestran federales, los Estados se revelan unitarios. Los manuales para alumnos y docentes que la Agencia nacional de Seguridad Vial lleva a escuelas nacionales desde 2008 nunca se articularo­n con las gestiones locales. Otra muestra de la imposibili­dad de pensar(nos) en conjunto.

“Hay que hacer pocas cosas, todo el tiempo, en todos lados”, repite Wright cuando se sienta frente a los funcionari­os y empresario­s que lo convocan para buscar soluciones. Algunos datos sueltos iluminan el final del túnel. La mayoría del parque automotor porteño está en buenas condicione­s: el 77% de los 534.648 autos que se sometieron a la verificaci­ón técnica vehicular aprobaron en el primer intento. cada vez más chicos de cinco a diez años se ponen el cinturón de seguridad. Y aunque tengan luz verde para girar, los automovili­stas están mostrando una ligera tendencia a dejar pasar al peatón. no es poco para un país donde nadie ve más allá de su trompa.

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