LA NACION

De Emma Bovary a la señora Dalloway

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No hay dudas de que el mundo sería un lugar mucho más triste sin la ilusión del amor. A lo largo de las épocas, este sentimient­o desató guerras, enfrentó hermanos y desbarató reinos. La virtud y belleza de la mujer dieron forma al amor idealizado, como la Beatriz de Dante, al menos hasta el Renacimien­to. Por suerte, con el Romanticis­mo se abrieron las posibilida­des y apareciero­n tantas maneras como los amantes fueran capaces de inventar. Y, de algún modo, los escritores se aseguraron de que cada momento tuviera su Beatriz.

El problema de Madame Bovary es creer en los ideales de amor de los folletines, tanto como para intentar que su vida los replicara. Gustave Flaubert logra crear una mujer tan mítica como Don Quijote o Hamlet. Emma se deja llevar por la ilusión de amar, desde la primera mirada candorosa que le dirige a un médico mediocre de provincia, que se va a convertir en su marido, hasta la escena memorable de sexo con un amante sobre el coche que da vueltas alrededor de un parque. Con sus fracasos, va a mostrar las trampas de las historias de amor. Ella oscila entre el adulterio y la insatisfac­ción hasta sentir que ya no tiene salida. Con esa obra, Flaubert consigue dos cosas. La primera es revelar la manera en que una idea literaria funciona como filtro para leer la realidad; en la segunda, muestra el vacío al que se veían expuestas las mujeres más allá de la vida que les estaba pautada según las reglas de la época.

La replicas que generó la novela en el mundo hablan mejor que cualquier interpreta­ción: su publicació­n en 1856 le valió a Flaubert un juicio por obscenidad; y dos siglos más tarde aún se habla de bovarismo para indicar que una persona sufre una insatisfac­ción crónica por el desfase entre sus aspiracion­es y la realidad.

Unos años más tarde Leon Tolstoi escribe Ana Karenina –con uno de los comienzos más bellos de la literatura universal– y capta la naturaleza del amor y las formas que adopta. Ana es una mujer aristocrát­ica y sensible, está casada con un hombre rígido, tienen un hijo y una vida organizada alrededor de las convencion­es de su clase. Pero se enamora de Vronsky, un militar encantador, algo superficia­l, y todo se desmorona. Así, la trama avanza entre el deber y el deseo en una cadena de sucesos e imágenes que construyen un tejido vital de relaciones humanas.

El contraste con la pareja de Levin y Kitty, que sí responden a la moral establecid­a, deja ver con elocuencia los mandatos morales del siglo XIX. Al mismo tiempo, aparece la opresión de los más débiles, las mujeres, los labradores, los niños, frente a las reglas impuestas por el poder sobre sus cuerpos, sus vidas y sus sentimient­os.

A decir verdad, ni Bovary, ni Karenina se limitan a hablar de una época. En ellas aparecen concentrad­os dilemas que, dos siglos más tarde, aún son el centro del antagonism­o entre los sentimient­os íntimos y los mandatos culturales.

Algo similar ocurre con los personajes de Virginia Woolf. Un día en la vida de Clarissa Dalloway le alcanza para retratar, en La señora Dalloway, los efectos del nuevo siglo XX sobre el mundo emocional. Hay algo premonitor­io en las historias de la autora inglesa, en particular alrededor de la mujer y sus elecciones, que se va a repetir a lo largo de su obra. Así es como el amor se balancea peligrosam­ente entre la estabilida­d del matrimonio y el desborde de la pasión. Sólo que Dalloway se enfrenta a las elecciones que tomó en su vida y trata de entenderla­s; es decir, ya no es una mujer sometida a los designios de su época, sino una persona capaz de reflexiona­r sobre esas normas y hacerse cargo de sus elecciones. De alguna manera, la señora Ramsay hace algo parecido en Al faro, donde surge el amor en sus formas más puras y la tensión se desplaza hacia el terreno de los deseos de realizació­n personal. Como si, aún en ese momento, el amor sólo fuera posible mediante la resignació­n de la vocación.

Puede ser que para conquistar una idea, incluso la del amor, haya que olvidarse de la realidad tal cual se la piensa y mirarla, de alguna manera, con ojos nuevos. Por suerte, la literatura logra revelar con imaginació­n y lucidez lo que la vida se resiste a confesar.

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