LA NACION

Cuando las huertas se vuelven vergel

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Hasta ayer nomás a nadie se le hubiera ocurrido: trazar un asentamien­to lejos del acceso a alimentos frescos. Los planos de muchas de nuestras ciudades cuentan con un pasado reciente de anillos verdes que las mantenían abastecida­s de comida de verdad. Pero hoy que las ciudades son un rompecabez­as de urbanismo descontrol­ado y desplazado que hacen lo que pueden, la realidad es muy distinta: nos volvimos un árido desierto alimentari­o. Y, cuanto más empobrecid­os los barrios, peor. Hay lugares en donde se pueden conseguir gaseosas en todas las cuadras, pero intentar dar frutas y verduras dignas es una odisea. El resultado se refleja en las dietas y en pocos años toma los cuerpos porque es inevitable: comer mal enferma a niños y adultos.

A Lidia le pasó así: se vino a vivir a Buenos Aires hace 20 años imaginando una gran ciudad que nunca había visto. Llegó de un pueblo en Cochabamba, Bolivia, donde para beber tenía agua de arroyos claros y para comer, sus peces, frutos tropicales y cultivos en el patio trasero. Pero convencida de que eso no era suficiente­mente bueno, como tantos de sus vecinos, migró. Llegó a Lugano una mañana y se encontró en un corredor de autopistas y precarieda­d, dentro de una casilla en la villa 20. Se juntó y tuvo hijos y no paró de trabajar y la plata le alcanzaba para poco. En comida: harina, arroz, galletas, pollo, papas todas iguales. “Y me dio diabetes. Y no solo a mí, mis hijos están ahora con la misma amenaza. Entre otras cosas, fue por eso que me quise volver”, dice.

Pero un año atrás tuvo una propuesta inesperada: apareció en la villa un taller de huerta que invitaba a quien quisiera participar. Al comienzo el proyecto fue tímido: unos plantines en cajones que traía Luz Delorenzin­i, una joven entusiasta que venía de especializ­arse en producción agroecológ­ica y era parte del proyecto 30 Manzanas Verdes de la ciudad de Buenos Aires. En pocas semanas se sumaron 20 mujeres con sus hijos. Los encuentros eran semanales pero el cuidado de lo que crecía, diario. En pocos meses pidieron usar un predio abandonado, un baldío que fuerontran­sformandoe­nunvergel. Armaron terrazas de cultivo con lechugas, tomates, acelga, eneldo, zanahorias, rabanitos, girasoles. Pero la verdadera revolución llegó cuando ellas empezaron a acercar esos alimentos que siempre habían sido parte de su mesa. Quinoa, porotos tapé, negros y colorados, maíces de distintos colores, hierbas medicinale­s. “Si algo sabemos nosotras es hacer comida que hacen bien”, dice Lidia, orgullosa de esto que a primera vista no se puede creer: una bellísima abundancia productiva a donde se acercan abejas, mariposas y pájaros, que contagia ganas en donde falta todo.

En total son 132 metros cuadrados de los que sacan 50 kilos de comida y medicina por semana, reproducen semillas propias, hacen compostaje y celebran y reparten las cosechas en partes iguales.

¿Se podría cambiar la realidad de los barrios con más proyectos como este? Parece utópico, pero Delorenzin­i, que esta semana celebró con sus compañeros la publicació­n del Programa de Agricultur­a Urbana de la ciudad de Buenos Aires en el Boletín Oficial, está segura de que sí. “Destinar espacios y recursos públicos a prácticas que se centren en el cuidado de las personas y de la tierra tiene que ser una prioridad. Eso lleva a recuperar saberes ancestrale­s que nos vinculan sanamente con nuestro entorno y con la comunidad”.

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