una outsider en el universo de Harry potter
Una cronista asistió, en plan outsider, a la convención de fanáticos de la saga que se celebró en los jardines de la embajada británica
Jueves, 18 horas. Frente a la embajada británica en Buenos Aires, varios cientos de metros de cola rodeando el emblemático edificio de una de las zonas de máxima exclusividad de la ciudad. En esos extensos metros de personas paradas en modo espera, hay de todo: padres con hijos pequeños que se tomaron el tren desde muy lejos, adolescentes con su efervescencia habitual, treintañeros culposos, freaks. Hay gente con varitas, capas y sombreros puntudos; hay gente con sobretodo de lana a pesar de haber 34 grados de térmica. Hay gente que va toda de negro y pintada. Hay gente. Y mucha.
Mientras caminaba abriéndome paso entre la multitud, me sorprendió ver la paciencia casi oriental de los que esperaban. Me pregunté cuánto es uno capaz de aguantar con tal de ser parte de algo que lo apasiona. Y me interrogué si yo sería capaz de hacerlo, si había algo que me movilizara tanto como para esperar más de tres horas debajo de un calor abrasador, adelantando la posición de a pasitos, sin ver ni de cerca el portal de acceso a eso a lo que tanto queremos pertenecer.
No. No lo hay y creo que no lo hubo nunca. Tal vez, ahora que hago memoria, pude sentir algo parecido con El Señor de los Anillos. Pero si lo tuve fue pasajero. Recuerdo la lectura frenética de cada libro hasta la madrugada. También una altísima expectativa ante el estreno de la primera de las películas. Y la necesidad casi imperiosa de pasar más tiempo con la gente que había leído la saga y sentía el mismo interés que yo por la trilogía del anillo. Pero nada más. Jamás formé parte de las cofradías de fanáticos ni participé de eventos especiales ni hice más cola de la necesaria para ver la película. Mucho menos se me ocurrió disfrazarme de hobbit o elfo.
Nada me parece que valga la pena tanta espera, ni tanta expectativa previa, ni tanta ansiedad en estado puro. Y lo digo sin orgullo. Lo digo con pena porque en un punto me entristece que no exista ese algo que genere en mí esta altísima cuota de sacrificio y emoción que observo ahora en la cara de los 2000 fanáticos de Harry Potter que llegaron para formar parte de Harry Potter Book Night, el evento mundial, creado por la editorial Bloomsbury, en el que los fanáticos celebran y comparten su fanatismo por el pequeño mago.
Debo decir que conocí a Harry Potter a una edad inconveniente. Tenía 24 años cuando se estrenó la película La piedra filosofal y aunque fui a verla y recuerdo haber pasado un buen rato, su magia no me atravesó. Esa primera aproximación no redundó luego en la compra de un libro, ni siguió con las películas que llegaron después. Todo empezó y terminó ahí. Como esas primeras citas agradables que después de la despedida sabés que no vas a volver a repetir.
Como es lógico, llegué al encuentro de fanáticos sin más conocimiento que lo básico. Después de pasar el estricto control de ingreso, empecé a buscar los personajes más reconocibles entre el público. Necesitaba sen- tirme parte, no ser una mera outsider. Quería –buscaba– contagiarme del entusiasmo, sentir empatía con la situación. En definitiva, ser parte. En esas estaba cuando la vi: ahí se me presentó sonriendo en uno de los puestos de libros instalados en los jardines de la mansión. Era winnie the witch, entrañable personaje de libros para chicos. Tengo varios libros en casa, en inglés y en castellano, y aunque no tenía nada que ver con Harry Potter salvo por el hecho de ser una bruja con poderes mágicos, me sentí menos sola. Y pensé que si hubiera una trivia de winnie en lugar de la que estaba sucediendo en ese momento sobre Animales Fantásticos y dónde encontrarlos, el libro que sirvió de inspiración para la película que lleva el mismo nombre y que es una especie de precuela de Harry Potter, hubiera arrasado.
En mi recorrida me topé con una Hermione Granger igualita a la de la película, a un profesor que no logré identificar, a varios Harry, a un portal mágico. También pude observar una partida de Quidditch –el deporte preferido del mundo mágico, una suerte de fútbol-baloncesto aéreo que se juega volando sobre escobas aunque estas claramente no se despegaban del piso– y hasta me puse el sombrero seleccionador que determina a qué casa pertenecen los alumnos que ingresan a Hogwarts (hay cuatro: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw o Slytherin) pero para mi decepción no arrojó ningún veredicto. “Contamos con que ya saben a qué casa pertenecen. No se va a estar haciendo la selección a través del sombrero seleccionador. Si no lo saben serán considerados un muggle”, advierte uno de los presentadores del evento.
Por supuesto no tenía ni idea qué era lo que significaba ser un muggle pero no sonaba nada bien. Decidí averiguarlo ingresando a internet con mi celular. Enseguida, wikipedia me dio la respuesta. Mis sospechas eran ciertas: “Muggle es una persona que nace en una familia no mágica y es incapaz de hacer magia. La mayoría de los muggles no son conscientes de que la magia existe.”, arroja la primera definición. Y agrega, para mi tranquilidad: “El término muggle por lo general no tiene la intención de ser ofensivo”. Menos mal. Respiré aliviada. No solo porque mi presencia no ofendía a nadie, sino porque al menos sabía quién era en medio de ese mundo de fantasía donde desfilaban cientos de personajes que lucían orgullosos sus elaboradísimos disfraces. Muchos de ellos, supe después, participarían del concurso de cosplay (contracción de costume (disfraz) y play (juego), en el que los participantes, también llamados cosplayers, usan disfraces, accesorios y trajes que representan un personaje.
Visto desde afuera, del lado del mundo muggle, la mayoría de los que participan de estas FanCon (fan conventions, esa juro que la sabía, no la busqué en internet) pueden ser considerados freaks. Pero, sin duda, ese día, en los jardines de la embajada británica en Buenos Aires, la única freak era yo.