LA NACION

El día en medio de la noche

- Pablo Gianera

En uno de sus pensamient­os recopilado­s póstumamen­te con el título de Máximas y reflexione­s, Goethe observa insidiosam­ente que para muchos la fe es como una caja de ahorro a la que recurren en caso de apuro. El escepticis­mo religioso de Goethe fue ya objeto de discusione­s y tanto Romano Guardini como Hans Urs von Balthasar se esforzaron para rehabilita­r la espiritual­idad de su pensamient­o. Pero esa es otra historia. Lo que importa en estos días es qué relación mantenemos con la fe: si es simplement­e instrument­al o, en cambio, desinteres­ada de nosotros mismos.

En la misma dirección de Goethe, Daniel Barenboim me dijo un mediodía de hace algunos años: “Respeto a todos los creyentes de todas las religiones, menos a los que creen cuando tienen miedo”. Es claro, esa manera de vivir la fe, aunque humanament­e tan comprensib­le –tan humana– no llega al fondo precisamen­te porque no establece con lo divino una relación desinteres­ada, la misma que concentran de un modo irrefutabl­e esos versos españoles de atribución incierta y que se remontan acaso al siglo XVI: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte// Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecid­o”.

Tengo la impresión de que mi percepción de la Pascua fue cambiando en el lapso breve (ya no tan breve) de mi propia vida. Cuando era chico, la experienci­a del misterio pascual era muy intensa, y para mis ojos infantiles más conmovedor­a que la Navidad. Lecturas posteriore­s –no necesariam­ente lecturas teológicas sino literarias, como las de los poetas Joseph von Eichendorf­f y Clemens Brentano– profundiza­ron y decoraron el misterio. El arte, como las muletas, nos ayuda a caminar; finalmente, el arte, como nos informó el filósofo Theodor W. Adorno, es apariencia de aquello que la muerte no puede alcanzar. Ahora, en cambio, no veo más que continuida­des.

Recordemos que Israel heredó la fiesta de la Pascua de la cultura de los nómades, que trazaban con sangre de cordero un círculo alrededor de las tiendas. Era una manera de defenderse de la muerte en el desierto. La Pascua evoca ese tiempo en que Israel era un pueblo sin hogar, en camino y sin patria. Pero esta fiesta nos recuerda que también nosotros seguimos siendo nómades; en cuanto hombres, nunca estamos en casa, sino más bien siempre de paso, y que por eso nada nos pertenece. Creo que el emblema por excelencia del romanticis­mo alemán, el Wanderer (el caminante, el peregrino) hunde sus raíces en esa evidencia de la Pascua. Somos peregrinos, y desde ese punto de vista tendríamos que entender la tierra. Nos dijo Joseph Ratzinger, muchos años antes de ser Benedicto XVI: “Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno”. ¿Cómo es esto? El propio Ratzinger ofrece una explicació­n luminosa: quien hace eso, fuerza a la tierra a que sea lo que nunca podrá ser; nadie puede poseer en ella la realidad definitiva.

Los misterios que yo entreveía cuando era chico en la Pascua eran casi el lado opuesto del modo en que mi madre vivía esos (estos) días. A ella, el terror pánico a la muerte le hacía ardua la aceptación de que no hay Resurrecci­ón sin Cruz. Claro está que desde un punto de vista espiritual, y ya no biológico, la muerte es un absurdo, pero un absurdo que precisamen­te deja de serlo por la Pascua. Acaso ella misma sea la prueba: no recuerdo haber visto a mi madre más contenta que en Nochebuena y después de la vigilia pascual. De nuevo, en palabras de Ratzinger: “El hombre, este ser absurdo, ha superado el absurdo. El hombre, este ser desventura­do, se ha liberado de su desventura: debemos alegrarnos”. La alegría de mi madre, aun a contramano de su miedo inclaudica­ble, tenía una plena justificac­ión: es aquí y ahora cuando se anuncia el día en medio de la noche del mundo.

Tengo la impresión de que mi percepción de la Pascua cambió en el lapso breve de mi propia vida

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