LA NACION

Retiro voluntario en el Estado, una película que ya se vio varias veces

El empleo público debe ser diseñado según las necesidade­s de la gestión y no estar sujeto a vaivenes gubernamen­tales

- Oscar Oszlak

El Gobierno acaba de anunciar la adopción de un régimen de retiro voluntario para el personal del sector público, con el manifiesto propósito de aligerar la dotación de empleados de la administra­ción pública nacional. Para quienes seguimos de cerca las vicisitude­s de la organizaci­ón y el funcionami­ento del Estado, no es una novedad. Los argentinos hemos visto esta película muchas veces.

A comienzos de 2000, cuando ya se avecinaba su colapso, el gobierno de De la Rúa anunciaba que unos 113.000 empleados públicos podrían optar por adherirse a un sistema de retiro voluntario. La medida pretendía “obtener una mayor eficiencia y racionaliz­ar el gasto público”. Pero no era una novedad, ya que antes Raúl Alfonsín había apelado a este mecanismo en dos oportunida­des con igual propósito y, en 1990, Carlos Menem había instituido un régimen similar, aunque un poco más “generoso” en cuanto al monto de la indemnizac­ión ofrecida a cambio de la desvincula­ción del personal.

En todos los casos, los regímenes de retiro voluntario establecie­ron restriccio­nes con respecto al personal que podía optar por retirarse. No podían hacerlo los empleados de las Fuerzas Armadas y de seguridad, de los servicios de inteligenc­ia del Estado ni aquellos que tuvieran pendientes situacione­s penales, sumariales o mantuviera­n juicios contra el Estado. Tampoco, quienes estaban tramitando su jubilación, ya percibiera­n un haber jubilatori­o o algunas otras excepcione­s. Además, siempre se dispuso que quienes se retiraran por adhesión a este régimen no podrían reingresar a la función pública hasta que hubieran transcurri­do cinco años. Y, como medida importante, la simple voluntad de retirarse no era suficiente para que a un empleado se le concediera el retiro: la máxima autoridad de su institució­n de revista debía autorizarl­o expresamen­te, pudiendo rechazar su solicitud por razones de servicio.

Conviene repasar la historia de estas experienci­as. Los retiros voluntario­s instrument­ados durante las décadas del 80 y el 90 recibieron la adhesión de alrededor del 3% del personal que estaba en condicione­s de retirarse, mientras que la estimación para el gobierno de De la Rúa se ubicaba en el 2,65% (unos 3000 em- pleados). Hoy se estima entre 3000 y 5000 el número de quienes se acogerían, apuntando sobre todo al personal más próximo a la edad jubilatori­a. Cabe recordar que en tiempos de Menem la reducción de la planta de personal se produjo a través de varios mecanismos, además del retiro voluntario, tales como jubilacion­es anticipada­s y cesantías. El Estado gastó en aquella época 1229,5 millones de dólares para pagar las indemnizac­iones, con fondos obtenidos del Banco Mundial, aportes del Tesoro y del Banco Nación. En una época de paridad cambiaria (un peso igual a un dólar), muchos abandonaro­n el sector público con indemnizac­iones superiores a los 100.000 dólares.

No pocos consiguier­on el retiro pese a la oposición de sus superiores inmediatos, para lo cual acudían a contactos de mayor jerarquía. Recuerdo el caos producido en la gestión pública ante la salida de personal clave en ciertos procesos de trabajo. Es como si en una sala de operacione­s se retiraran, sin reponerlos, el anestesist­a o quien maneja el instrument­al del cirujano. Para colmo, buena parte de los retirados o expulsados regresaron como empleados “contratado­s”, dando origen al aberrante sistema de empleo público a través de los “contratos basura”, renovables por períodos breves y sin vínculo laboral estable, ni beneficios sociales ni representa­ción sindical.

La película Retiro voluntario también se “exhibió” en numerosas provincias. Cuando Néstor Kirchner asumió como gobernador de Santa Cruz en diciembre de 1991, dictó el decreto309/92 (rubricadop­orCarlos Zannini, Ricardo Jaime y Alicia Kirchner), declarando la imposibili­dad de pagar sueldos, recortando un 15% los salarios de los empleados públicos y disponiend­o la apertura de un registro para que el personal pudiera optar, previa indemnizac­ión, por su retiro voluntario. Pronto la planta de personal crecería desmesurad­amente. Otros gobiernos provincial­es lo hicieron en distintos momentos o, con ayuda del gobierno nacional, lo están consideran­do (Buenos Aires, CABA, Catamarca, Jujuy, Santa Fe, Río Negro, Chubut, etc.).

¿Adónde me llevan estas reflexione­s? Esencialme­nte, a reiterar argumentos sostenidos durante muchas de esas experienci­as, a las que me opuse. O a plantear la necesidad de extremar los recaudos con que se ponen en marcha regímenes de este tipo. Casi ninguno de los casos de retiro voluntario anteriores fue, precisamen­te, exitoso. En todo caso, produjeron un efímero alivio en las finanzas públicas que otras decisiones pronto se encargaron de desbaratar. Muchos de los que se acogieron al retiro adquiriero­n taxis o abrieron quioscos o pequeñas despensas, la mayoría de los cuales no consiguier­on sobrevivir en un mercado laboral crecientem­ente precarizad­o. Por lo tanto, es preciso tener en cuenta la futura inserción laboral de quienes deciden retirarse, a veces obnubilado­s por la posibilida­d de que un pequeño capital les permita una independen­cia que a menudo deriva de un efímero cuentaprop­ismo.

Otra considerac­ión a tener en cuenta es que quienes adhieren a este régimen suelen tener mayor confianza en conseguir fácilmente un empleo en el sector privado, lo cual coincide a la vez con la mayor formación y experienci­a de ese personal. O sea, terminan yéndose los mejores. Este argumento no es desconocid­o por el Gobierno ni por los gobiernos previos que adoptaron este régimen. Por lo cual se vuelve especialme­nte crítica la instancia decisoria de las autoridade­s que deben acordar o no el retiro. Y esto, a su vez, exige un profundo conocimien­to sobre los antecedent­es y competenci­as de los agentes solicitant­es, lo que no siempre ocurre, además de que es difícil soportar la presión de quienes están decididos a irse. Si, por ejemplo, el único saxofonist­a tenor de la Orquesta Sinfónica Nacional decidiera retirarse, el director debería optar entre contratar a otro o interpreta­r obras que no incluyan este instrument­o. A menos que se descongela­ra la vacante, lo cual haría perder sentido al retiro. Generaliza­ndo este razonamien­to, sería necesario evaluar con mucho cuidado cuál es la “función de producción” requerida para lograr los resultados en cualquier campo de la gestión estatal.

Bueno sería que en lugar de convertir el empleo público en una puerta giratoria, por la que se ingresa o egresa discrecion­almente, según la voluntad del gobierno de turno, se planificar­an rutinariam­ente las plantas de puestos y de sus ocupantes, de modo de anticipar las reales necesidade­s de la gestión y los elencos requeridos. Para ello, es esencial el manejo de la tasa de rotación del personal. Así, en casos de plantas excesivas, el gobierno debería ofrecer la opción de retiro voluntario solo en los puestos supernumer­arios, además de generar los incentivos para cubrir puestos críticos vacantes. Es hora de que esta voluntad planificad­ora se instale definitiva­mente en la gestión pública, de modo que el “tamaño del Estado” no dependa solo de la voluntad expansiva o jibarizado­ra de quienes nos gobiernan.

Investigad­or titular de Cedes, área política y gestión pública

Hoy se estima entre 3000 y 5000 el número de quienes se acogerían al retiro voluntario

En tiempos de Menem, el Estado gastó 1229,5 millones de dólares para pagar las indemnizac­iones

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