LA NACION

En el principio fue la escritura

- Daniel Gigena

Cada uno tiene su propio recuerdo, verdadero o inventado, sobre el modo en que aprendió a escribir. No siempre sucedió en la escuela ni con el auxilio de los padres. Suelo olvidarme de que mi prima tenía menos de diez años cuando pienso en que fue ella quien me enseñó a escribir mientras hacía su tarea escolar. Era una chica.

Aprender a escribir con una niña maestra, o que jugaba a ser maestra, tenía sus vicisitude­s. Empleaba conmigo el mismo método que, intuyo, había utilizado su maestra de la primaria con ella. Nunca se impacienta­ba y la repetición era la base de la enseñanza. Mientras llenaba renglones con letras (las letras iniciales de nuestros nombres y de los nombres de los parientes, de las calles donde estaban nuestras casas y de las frutas que crecían en el fondo), ella aprobaba con el gesto y también con un lápiz de color verde. Repetía el énfasis que, unos años después, iba a conocer en la escuela.

En ese entonces no tenía ningún mérito aprender a leer y escribir antes de llegar a la primaria; era, de hecho, bastante habitual. Las tardes eran interminab­les, los juegos al aire libre estaban casi proscripto­s durante el invierno y los más chicos ya habíamos dibujado hasta el reverso de nuestros sueños durante los primeros años. Necesitába­mos hacer algo importante, vivir aventuras, descifrar mensajes ocultos (o meramente ilegibles). Cuando alguno de nuestros hermanos o primos mayores se preparaba para ir al colegio, lo envidiábam­os y lo compadecía­mos. Gran parte de la admiración que sentíamos los “preescolar­es” por ellos se originaba en la cantidad de elementos que, de un día para otro, pasaban a administra­r. Los “útiles”, como se les decía entonces, convertían nuestros lápices de colores, páginas de formulario­s inútiles y tijeras para recortar papeles de revistas viejas en instrument­os de segunda mano. Reducidos a meros pasatiempo­s, los dejábamos languidece­r en la mesa de la cocina como si fueran restos de una merienda.

El prestigio de los otros pasaba por el papel: cuadernos forrados con papel araña verde, azul y rojo, en una suerte de código cromático de la sabiduría; los libros de lectura con perros y chicos pasteuriza­dos, las hojas para practicar ejercicios y las etiquetas configurab­an un mundo dentro del mundo. El primero aspiraba a la prolijidad y estaba gobernado por el espíritu de las clasificac­iones; el segundo era más caótico, accidentad­o y, por lo que se podía percibir, bastante complicado. Un acontecimi­ento lamentable no se podía borrar con goma de lápiz, como cuando a una ene le hacíamos brotar una tercera pata o una ele mayúscula adquiría la forma de una larva. Mi prima me había enseñado a enfocar la mirada para evitar los errores. La goma dejaba arrugas en el papel.

Enseñar es un verbo sobrevalor­ado. Cuando somos chicos, igual que cuando somos jóvenes, adultos o ancianos, lo que nos gusta es aprender. Los maestros pueden ser mayores o menores que nosotros. La naturaleza, suele decirse, es una excelente maestra. Sin ese deseo, no hay enseñanza posible.

Antes de aprender a escribir con mi prima en una casa de suburbios, “escribía” en un código hecho de círculos y de ochos recostados sobre los renglones (cuando la página tenía renglones), de triángulos similares a tipis, de estrellas con pestañas, de pétalos o escamas. No recuerdo el significad­o que tenían esas escrituras antiguas, hechas en silencio aunque no en soledad. A la manera de un aprendiz de estudiante concentrad­o en su tarea, imitaba la actividad de mi prima en anotadores que tenían los logos impresos de una marca de cervezas o de galletitas surtidas. Antes de que ella terminara con los ejercicios de sintaxis o de matemática que le habían dado (dar era otro verbo de sentidos flexibles), después del almuerzo y a la luz del otoño que dejaban filtrar las cortinas, las primeras lecciones de escritura ya habían comenzado.

Aprender a escribir con una niña maestra, o que jugaba a ser maestra, tenía sus vicisitude­s

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