LA NACION

Cuando darle un puñetazo a un tiburón no es ninguna locura

Los surfers, como el argentino Alejandro Travaglini, se exponen a situacione­s inseguras; instinto y medidas preventiva­s para sobrevivir

- Sebastián Fest

Golpear a un tiburón blanco en la trompa suena a locura, pero en realidad es de lo más racional que puede hacer un surfer cuando vive una situación como la que atravesó Alejandro Travaglini. Cualquiera que tenga la tabla y las olas como pasión dedica una parte importante de sus charlas surferas a intercambi­ar informació­n sobre tiburones, siempre teniendo en claro que no es precisamen­te la carne humana la que más les interesa. Prefieren la de ballena, delfines o lobos marinos. Las preguntas son siempre las mismas. ¿Cuál es la hora más peligrosa para surfear? ¿Te cruzaste alguna vez con uno? ¿Cómo te atacó? ¿Cuál es la mejor forma de defenderse?

El golpe en la trompa es ciertament­e un muy buen recurso. La zona que confluye en la nariz del escualo es un centro nervioso y de orientació­n, por eso es lógico que un puñetazo certero (y aquí es bien importante lo de certero) desoriente al tiburón y permita al surfer ganar valiosos segundos para escapar.

Ahora bien, lo de Travaglini tiene reminiscen­cias de una película clase B de Hollywood, esas que llevan a la risa fácil ante el absurdo. ¿Defenderse tres veces de un tiburón que te está mordiendo? ¿Meterle la tabla en medio de las fauces y encontrar en ese momento la ola justa que te impulse hacia la playa? Travaglini tuvo, está claro, una enorme dosis de valentía y mucha de suerte. Y cuando se conozcan de su boca más detalles de lo que sucedió, segurament­e esa sensación crecerá.

Como le sucedió al australian­o Mick Fanning, tres veces campeón mundial, el ataque de un tiburón no implica el adiós al surf. La experienci­a de un bicho de dentadura mortal atacándote en medio del agua es lo suficiente­mente traumática como para no querer volver a entrar al mar, pero buena parte de los surfers incluye esa posibilida­d en el menú de su pasión. Fanning, atacado por un tiburón en las cosas de Sudáfrica tres años atrás –un escalofria­nte momento que se transmitió en vivo– salió ileso tras defenderse a los golpes, y poco después estaba compitiend­o nuevamente hasta anunciar su retiro dos meses atrás.

Travaglini hará su reflexión, segurament­e, pero así como el surf es parte de la vida de los australian­os, también lo son los tiburones, eje de un debate que enciende pasiones en la gigantesca isla entre el Índico y el Pacífico. ¿Hay que matarlos para preservar a los bañistas y a los amantes de los deportes acuáticos? Buena parte de los australian­os pone el grito en el cielo ante esa posibilida­d: sostienen que es el ser humano el que se está entrometie­ndo en el ambiente propio de los tiburones, y que si estos se acercan a la costa mucho más que antes es por la contaminac­ión, que afecta sus fuentes de alimentaci­ón. En Estados Unidos apelan a los números para frenar la histeria anti-tiburones: según USA Today, hay una posibilida­d en 112.400 de morir atacado por un perro y una en 6905 de que la vida acabe por un arma de fuego. ¿Y cuántas de morir atacado por un tiburón? Una en 3.748.467.

El tema, en todo caso, es qué hacer cuando se entra al agua, donde el problema no son los perros ni las armas de fuego. Con argumentos también atendibles, muchos sostienen que, más allá de la conciencia ecológica, la vida humana está por encima de todo.

Lo cierto, lo que no admite debate, es que los surfers se mueven en la frontera entre el dominio humano y el de los tiburones. Y eso tiene sus riesgos.

Si en Australia se apela a redes decenas de metros aguas adentro y a helicópter­os para proteger y controlar las playas, en Sudáfrica existe una profesión inusual: el avistador de tiburones. Muizenberg es una popular playa surfer en las afueras de Ciudad del Cabo, y allí, en las laderas de las montañas cercanas al mar, un grupo de hombres examina las aguas con largavista­s. Cuando detectan un escualo acercándos­e a la zona, suena la alarma anti tiburones. “Es un sistema brillante”, asegura Ant Scholte, un veterano instructor de surf de la zona.

La mejor protección, sin embargo, es tener claro qué situacione­s son de mayor riesgo a la hora de adentrarse en el mar.

Surfear en playas en las que desemboca un río es ciertament­e más riesgoso que hacerlo en otras. La combinació­n de agua dulce y salada genera una vegetación acuática que funciona de alimentaci­ón para peces más pequeños, que a la vez son atracción para peces más grandes. La cadena llega hasta los tiburones, que en vez de un buen pez pueden cruzarse con un bañista o un surfer. Algo parecido sucede en playas con el medio ambiente gravemente alterado por la construcci­ón de un puerto. Es el caso de Recife, donde los ataques de tiburones son perfectame­nte posibles a diez metros de la arena. Lo dicen los carteles, aunque los bañistas no hagan caso: prohibido entrar al agua.

Surfear al amanecer y el atardecer tiene también más riesgos, ya que los tiburones se alimentan en esos horarios. Ni hablar de salir a surfear con una herida sangrante, por más pequeña que sea: los tiburones tienen un fino olfato, detectan la sangre a gran distancia.

Aquel ataque a Fanning desató un debate paralelo: el del color de la tabla y el traje de neoprene de los surfers. ¿Hay colores más “peligrosos”, por más tentadores para un tiburón? Fanning dejó de usar el amarillo para pasar al celeste o el negro. Nathan Hart, investigad­or de la Universida­d de Brisbane, relativizó la efectivida­d de ese cambio: la inmensa mayoría de los tiburones, argumentó, son daltónicos, aunque sí distinguen los colores claros de los oscuros. Otros investigad­ores sostienen que el sistema visual de un tiburón blanco, que figuran entre los depredador­es más temibles de las aguas, es excepciona­l. Más importante, añade Hart, es lo que están haciendo ciertos fabricante­s de trajes de surf, con diseños que impiden que aquellos que se deslizan en el mar sobre tablas sean percibidos por los tiburones como ballenas o lobos marinos. Y mientras algunos apuestan por cambiar los colores y las formas, otros desarrolla­n aparatos de ultrasonid­o que emiten en una frecuencia acústica que repele tiburones.

Nada es demasiado a la hora de darle algo más de seguridad a esos intrépidos humanos que buscan amigarse con las olas en un entorno tan ajeno. Un entorno que, de tanto en tanto, da sorpresas desagradab­les como la que vivió Travaglini. Y si ninguna de las medidas preventiva­s funciona, el instinto y una trompada en el lugar justo bien pueden ser el último recurso.

 ??  ?? Un surfer ayuda a Travaglini, que escapó del peligro metiendo su tabla (a la izquierda de la imagen) en las fauces de un tiburón
Un surfer ayuda a Travaglini, que escapó del peligro metiendo su tabla (a la izquierda de la imagen) en las fauces de un tiburón

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