LA NACION

Los que hablan y hacen la diferencia

- Fernanda Sández

Paula tiene un modo de estar sin estar nunca del todo. Es como si se posara en los lugares. Y ahora está posada en una silla, frente a mí, hablando. “Él se murió en la cárcel. Le dieron diez años. Era policía, ¿sabés? Y cuando pasó todo lo ascendiero­n, primero, y lo jubilaron, después. No te podría decir cuánto sería de plata de ahora, pero era un montón. Ella está todavía presa. Cuando pasó todo se hacía la dormida. Vivía tirada en la cama. No recuerdo haberla visto un solo día de pie”, cuenta ella ahora, como si hablara de otra persona. Como si esta que es hoy –abogada, 31 años, a cargo desde la mayoría de edad de su hermana, a quien cuida desde siempre– no tuviera nada que ver con aquella que fue hace mucho.

Pero no: habla de sí misma y ese “cuando pasó todo” refiere a un pasado que no cabe en palabras. Porque Paula fue abusada desde antes de tener memoria, porque a los 4 años sus padres (el “él” y el “ella” de su relato) la cambiaban por plata y así pagaban la comida, la luz, el gas. Porque con el tiempo también su tía hizo lo mismo. Porque a los seis años la mandaron a vivir con una abuela que tenía demencia senil. Y porque finalmente, a los 14 años, sus padres la entregaron a dos explotador­es que tenían “chicas, de acá y del extranjero”, en distintos departamen­tos de la provincia.

Paula, en tanto, nunca dejó de estudiar (en la época de los departamen­tos, asistía al colegio secundario) y eso fue lo que terminó salvándola. “No me acuerdo muy bien. Fue como un impulso, a los catorce. Un día, caminé derecho a la dirección y le conté todo a la directora. Ni sé qué le dije. Solo me acuerdo de que mientras yo le contaba ella lloraba y lloraba, y me abrazaba. Y lloraba”.

De esos días atroces Paula se acuerda entre sombras, de a ratos, como si la memoria tuviera con ella más piedad que todos los que la habían rodeado hasta ese entonces. Desde ese día, Paula comenzó a estar “institucio­nalizada” y su vida se volvió un desfile de “hogares” para nada hogareños, en donde también tuvo que aprender a sobrevivir. A guardar silencio. Pero ya había aprendido lo más importante: que es hablar lo que termina salvándono­s. Que a veces no es tan mala idea abrirles el corazón a los extraños. Fueron la directora de la escuela, primero, y la psicóloga que le asignaron, después, las que la escucharon y la ayudaron a volver de donde estaba.

Paula se convirtió, con solo 17 años, en un caso excepciona­l: por primera vez alguien querellaba a sus propios padres. Y también a sus dos explotador­es y hasta a un “cliente especial” que la obligaba a drogarse antes de violarla. Un empresario tan impune (Alberto Pampín, proveedor de iluminació­n tanto para el Estado nacional y como para algunas provincias) que hasta pagaba los “servicios” de Paula con cheques con su firma.

Pasó el tiempo. Ella se graduó y logró la condena de todos sus victimario­s. Hoy, Pampín –que ya cumplió su módica pena por abusar de una menor– está libre. “Así que me lo puedo volver a cruzar cualquier día en la calle, como si nada”, dice, y vuelve a quedarse en silencio.

Hay una edad a la que uno no puede nada. Y es precisamen­te en esos días inciertos cuando más necesita una mano, una sonrisa. Un hombro al que treparse para mirar el mundo con la seguridad de que no nos dejarán caer. Como bien explica Andrea Aghazarian, psicoanali­sta especializ­ada en violencia sexual contra niños, “el abuso sexual de menores por parte de adultos es una experienci­a altamente intimidant­e y de un inmenso sometimien­to, por sobre todo psíquico. El chico no dispone de sentidos necesarios para entender lo que sucede, lo que lo deja mudo ante el abusador. Por esto que es fundamenta­l el rol del adulto: debe preguntar, escuchar y creer. Cuando un chico abusado habla es un pedido desesperad­o de auxilio. No se requiere un entrenamie­nto previo para auxiliar a la víctima: lo central es empatizar, sensibiliz­arse con un menor usado como objeto sexual”.

Ni Paula ni muchos otros contaron con ayuda adulta por muchos años. Y es precisamen­te para ellos para quienes los adultos que sí escuchan y salen a pedir ayuda resultan tan importante­s. A veces es una maestra, otras una médica, otras un psicólogo. Un vecino, un familiar. Una niñera, como la que filmó y expuso a una madre golpeadora hace una semana, en Hurlingham. Alguien. En el caso de los chicos atacados en Independie­nte –esa red que hasta hoy sigue expandiénd­ose, sumando clubes, cómplices y víctimas–, fue un psicólogo quien hizo la diferencia. Alguien que los miró con suficiente interés como para notar el cambio en sus hábitos de consumo. Y también la angustia que los sobrevolab­a. El nene de catorce años que se largó a llorar frente a él y terminó contándole lo que pasaba supo, como Paula, que ya no había opciones: era hablar o morirse en secreto.

Pero a veces se es tan chiquito que ni eso. Que –en un mundo hostil, pero también amordazado– se acaban las palabras. Y comienza el grito. Así ocurrió en enero de 2003 en Salta, en la habitación 23 de un hotel alojamient­o. Las mucamas y el personal de maestranza escucharon un alarido desgarrado­r y después un llanto como de niño. Fueron a ver qué pasaba. Un hombre, sin abrir la puerta, les dijo que estaba “todo bien”. Los chillidos volvieron y con ellos, los empleados. Las chicas de limpieza. Esa vez, el hombre de la habitación 23 los insultó y les dijo que se fueran. En ese momento, decidieron cerrar los portones del hotel y llamar a la policía. Al entrar a la habitación vieron esto: un hombre de 57 años, una cama y –sobre ella– una nena de ocho años semidesnud­a y en shock. El hombre se llama Simón Hoyos, es abogado y empresario. La nena era hija de una de sus empleadas. Fue condenado a prisión. Ya está libre, como Pampín, el “cliente especial” de Paula.

Una tribu del norte de nuestro país se llama a sí misma “aché”. Traducción: “los que hablan”. De algún modo, los pueblos originario­s entendiero­n que la diferencia central con el mundo que nos rodea es nuestra capacidad de contarlo, de hablar con otros, de levantar juntos la voz. En estos días oscuros en los que las víctimas parecen perderse de vista, conmueve pensar en estos otros achés. En todas esas personas (con nombre conocido como el psicólogo de Independie­nte, anónimos como la directora del colegio de Pau- la o las camareras del hotel de Salta) que hablan y cambian las vidas chiquitas para siempre. “Es que de los efectos del abuso sexual de menores por parte de los adultos se empieza a salir hablando”, confirma la experta. Así, por los que alguna vez hablaron, sabemos hoy que una de cada cinco nenas y uno de cada trece niños han sido abusado sexualment­e. Son datos de Unicef.

¿Qué hubiera sido de la vida de Paula sin esa directora que la consoló, hizo la denuncia y logró sacarla del infierno del “privado” que la dejó para siempre en este estado de alerta, como si dejara el cuerpo aquí y todo el resto en alguna otra parte? ¿Por qué clase de experienci­as hubieran tenido que pasar tantos otros chicos de no haber estado ese psicólogo, dispuesto a escuchar, a contener, a hablar? ¿Y la chiquita salteña? ¿De qué clase de violencia innombrabl­e la salvó esa cuadrilla armada solo con baldes, escobas y humanidad?

Los aché, los que hablan, no se preguntan esa clase de cosas. Solo saben que si el azar los llevó hasta ahí, hasta ese lugar y tiempo precisos, fue para que hicieran eso que hicieron. En la última encrucijad­a de las cosas puede haber un instante, un momento de luz. Las víctimas –no todas; solo estas, las que tuvieron la fortuna de cruzarse con los que hablan– supieron de algún misterioso modo que en ese instante se les jugaba la vida. Y, como pudieron, hablaron. Está escrito desde hace tiempo, en “Para una versión del I Ching”: “La firme trama es de incesante hierro/Pero en algún recodo de tu encierro/ Puede haber una luz, una hendidura”. Paula y los demás son el final alado de ese poema.

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