LA NACION

Un tropezón, no una caída

una respuesta a la crisis. El Gobierno debería renovar sus vínculos con la ciudadanía; la oposición, recordar que a veces el populismo no reditúa votos

- Juan José Llach.

Casi todos los argentinos, incluidos los dirigentes, actuamos como si nuestro país fuera normal, pero no es así. Ninguna nación comparable ha sufrido una decadencia relativa tan fuerte como la nuestra. Una mayor conciencia de esta anomalía ayudaría a buscar y encontrar caminos para dejar atrás esta historia. Por eso hay que lamentar que el actual gobierno no haya mostrado claramente a los ciudadanos el país que se heredaba, su vínculo con la decadencia y los arduos pero posibles caminos de salida.

Las marcas principale­s de nuestra anomalía son la pobreza, en un país con potencial de ser más rico e inclusivo y, causa importante de ella, la inflación permanente. Estamos cumpliendo 73 años de inflación crónica, récord mundial, y hemos derrotado a cuanto plan de estabiliza­ción se interpuso para curarnos. El déficit fiscal es la causa inmediata principal de la inflación. Casi siempre hemos usado el impuesto inflaciona­rio para financiarl­o, agregando el endeudamie­nto siempre que fue posible. Con tanto empeño logramos el récord de ser un país bimonetari­o de facto. La moneda nacional solo sirve como medio de pagos menores y el dólar norteameri­cano, como reserva de valor, unidad de cuenta y medio de pago para el ahorro y la inversión. Esto agrava las cosas, porque todavía no ha aparecido el Keynes de la estabiliza­ción de economías bimonetari­as, y no hay protocolo cierto para combatirla.

Causas más profundas de la inflación, y a veces también excusas para legitimarl­a, son un marcado conflicto entre aspiracion­es y posibilida­des de satisfacer­las y la consecuent­e puja por la distribuci­ón del ingreso. Por eso, para vencerla, es necesario contar con la sociedad y con la política, por ejemplo, para lograr acuerdos sobre las famosas políticas de Estado, a cuyo faltante atribuía Paul Samuelson nuestra decadencia, hace 40 años. La principal política de Estado es la fiscal porque, como ha dicho Luis Alberto Romero, aquí hay una convicción arraigada que reza “del Estado, todo; al fisco, nada”. No obstante, hubo logros relevantes en esta materia hace menos de un año, con la reforma impositiva y el consenso fiscal 2017. En rudo contraste, pocos meses después la misma oposición presentó un proyecto de ley de tarifas de servicios públicos, que costaría 90.000 millones de pesos y acarrearía mayor riesgo país y más ajuste o más inflación. Inició así la campaña electoral, procurando debilitar al Gobierno y recayendo en el viejo enfoque populista de maximizar el bienestar presente a costa del futuro. ¿Inducirán las turbulenci­as financiera­s un retorno a la racionalid­ad de fines de 2017? El “peronismo renovador” que se insinúa –similar al de los ochenta– podría registrar que el discurso populista quizá no logre tantos votos como antes. Si algo así no ocurre y nuevos acuerdos no son posibles, el Gobierno deberá recorrer el otro camino, el de ratificar su voluntad de terminar con la larga decadencia, insistir hasta más allá del cansancio en explicar qué hay que hacer para lograrlo y aceptar que muchos ciudadanos quieren entenderlo. Las medidas tomadas por Hacienda y el Banco Central la semana pasada fueron correctas. Pero ante la intensidad de la turbulenci­a fue adecuado recurrir al FMI, cuyo financiami­ento no es volátil y sí el más barato. Evidencia, de todos modos, nuestras históricas dificultad­es para gobernarno­s.

Para conjeturar el futuro es útil analizar algunas causas de la turbulenci­a financiera reciente. La principal, por lejos, es la herencia de alta inflación y de un déficit del 8% del PBI, que el Gobierno optó por combatir gradualmen­te, el único camino social y políticame­nte factible y deseable. Por ello tendremos que pasar cuatro años de fuerte dependenci­a del financiami­ento externo, lo que nos hace más vulnerable­s a shocks adversos como los de estos días, y más aún por ser un país bimonetari­o. No hay manuales ni protocolos que indiquen inequívoca­mente cómo se resuelven o reducen los riesgos en tal contexto. Por eso quedan fuera de tono la altisonanc­ia y la contundenc­ia de las frases tanto de políticos como de economista­s y, cada vez más, también de periodista­s políticos. Es muy recomendab­le al respecto la serie de notas que está publicando la revista The Economist en las que reseña las lagunas de la economía como ciencia y recomienda mayor humildad.

Las turbulenci­as de abril y mayo pusieron más en evidencia los errores de las decisiones anunciadas el 28 de diciembre. Para estabi- lizar una economía bimonetari­a y dependient­e del financiami­ento es esencial un Banco Central respetado, algo que lleva mucho tiempo conseguir, pero que puede dañarse en segundos. Quizá se fue sensible a presiones multisecto­riales que reclamaban una baja de la tasa de interés. Se argumentab­an un “enfriamien­to” de la economía, completame­nte falso, y la necesidad de depreciar el peso, sin advertir que ello ocurriría espontánea­mente, en poco tiempo, por la turbulenci­a global. En momentos de confusión como el actual es bueno mirar lo esencial que, hoy por hoy, es si la economía crecerá al menos 2,5% y si la inflación bajará en 2018, y sobre todo, en 2019. Si estas hipótesis se cumplen, en octubre de 2019 será elegido otro gobierno de Cambiemos. Quedarán entonces en el olvido casi todas las discusione­s sobre política económica del último año, muchas veces inconducen­tes. Hace tiempo que sostengo que lo más probable es que tales hipótesis se cumplan, pese a las turbulenci­as financiera­s. Habrá que acostumbra­rse a ellas, que pueden ocasionar algo más de inflación y algo menos de crecimient­o.

Mi optimismo sobre la Argentina se basa, en parte, en la visión alternativ­a que tengo de la economía global. Es un hecho que la Reserva Federal de EE.UU. seguirá aumentando, gradualmen­te, sus tasas de interés. Pero de allí no se sigue que, en paralelo, aumenten los rendimient­os de los bonos del Tesoro y el dólar, y que bajen los commoditie­s. Para que semejante “tormenta perfecta” se concrete debería subir el déficit fiscal de EE.UU. y, al mismo tiempo, caer las expectativ­as de inflación. El aumento del déficit es probable y entonces, la mayor emisión de bonos del Tesoro bajará su precio y aumentará su rendimient­o. Mucho menos probable, en cambio, es una baja de la inflación en EE.UU., por el sesgo expansivo de la política fiscal y por la cercanía al pleno empleo. En este escenario puede darse, en escala reducida, algo similar a lo ocurrido entre 2004 y 2008, con Greenspan aumentando frenéticam­ente la tasa de la Reserva Federal, la inflación creciendo hasta cerca del 4%, el dólar desvaloriz­ándose a niveles récord y las commoditie­s, incluso el oro, firmísimos. Ello ocurrió porque al mismo tiempo que el Tesoro presionaba al mercado emitiendo bonos, el público también se cubría de la mayor inflación del dólar comprando otras monedas o commoditie­s.

De cara al futuro, el Gobierno debería redoblar esfuerzos para renovar sus vínculos con los ciudadanos, explicando los problemas y el modo de resolverlo­s, y también mostrando más claramente el horizonte al cual se apunta, en todos los órdenes. Mucho ayudaría, además, una mayor y perceptibl­e coordinaci­ón en la política económica. A la oposición, por su parte, le sería útil considerar que a veces el populismo no reditúa votos y, por otro lado, recordar las traumática­s experienci­as de los ajustes de 1952 y 2002, protagoniz­ados por el peronismo. Quizá gobierno y oposición estén cometiendo el mismo error: subvaluar a los ciudadanos.

La fuerte dependenci­a del financiami­ento externo nos hace más vulnerable­s a shocks adversos

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