Distinguen a Burucúa
Fue por su libro Excesos lectores, ascetismos iconográficos (Ampersand), una autobiografía publicada el año pasado en la que cuenta cómo llegó a ser quién es como intelectual
Recibió el Premio de la Crítica por su humanismo.
La lectura de los libros o artículos de José Emilio Burucúa –o sencillamente Gastón, como lo conocen los amigos– depara un efecto que más que intelectual parece casi óptico: como si todo el pasado fuera para él plenamente contemporáneo. Trae cada vez noticias de Giotto o de Dante, auténticas breaking news de cosas que ignorábamos hasta que él las señaló para nosotros. Su escritura tiene una persistencia que va más allá de los asuntos que se discutan: la circulación sin sobresaltos, aunque sin esquivar las discontinuidades, entre períodos históricos muy amplios. Autor de estudios cruciales sobre la modernidad (por ejemplo Corderos y elefantes y El mito de Ulises en el mundo moderno) y el Renacimiento, historiador microscópico del arte (Historia y ambivalencia: Ensayos sobre arte), cinéfilo impenitente, Burucúa recibió ayer el Premio de la Crítica que entrega todos los años la Fundación El Libro. Fue por el libro Excesos lectores, ascetismos iconográficos, que publicó Ediciones Ampersand e inauguró la preciosa colección Lector&s, que dirige Graciela Batticuore.
En Excesos lectores…, Burucúa, de 72 años escribió una especie de rarísima autobiografía. El título lo dice ya casi todo: un derroche de letras y una abstinencia de imágenes (justamente de imágenes, en el caso de quien supo hablar de ellas mejor que nadie). Burucúa escribe su autobiografía como lector, y para un lector la autobiografía como lector es la autobiografía sin más. Un lector es aquello que lee, que leyó.
En el discurso que leyó al recibir el premio en la sala Alfonsina Storni, Burucúa contó que escribió el texto mientras vivía en Francia, como fellow del Instituto de Estudios Avanzados en Nantes. Por las tardes, se ponía a relatar lo que recordaba de su infancia y los primeros libros. “Al cabo de dos o tres días, la memoria comenzó a aguzarse y llegaron a mi cabeza personas, sentimientos, textos e imágenes que había olvidado –dijo–. No podía creer lo que estaba sucediendo. Así fue que me puse a contar la historia de mis lecturas durante las mañanas, de lunes a sábado. El mayor inconveniente era que mi biblioteca estaba del otro lado del océano. Pero la bibliotecaria del Instituto nantés me ayudó enormemente. El trabajo se hizo más y más vívido a medida que me acerqué al presente. Fue un proceso parecido al despertar”.
Podríamos preguntarnos en qué convirtió a Burucúa la lectura. Para empezar, en nuestro mayor humanista, y esta palabra debe ser entendida sin ninguna blandura complaciente sino en el mismo sentido en que la entendemos cuando hablamos de Erasmo o de Montaigne. Pero eso no es todo. Lo más fascinante de Burucúa como lector es el modo en que la erudición no se convierte en una simple adición (saber más, recordar más). No: la suya es una erudición que produce pensamiento y funciona como una sintaxis.
“Me percaté de lo excesiva e hiperbólica que había sido mi existencia de lector y tuve una sorpresa opuesta debido a algo ni siquiera barruntado, esto es que, a pesar de haber pretendido ser un historiador del arte, mi relación con las imágenes nunca me había producido la embriaguez de lo escrito e impreso”, dijo en otro pasaje de su discurso. Impremeditadamente, por simple perspicacia de lectora, Batticuore coincidió: “La verdad es que no hay nada de ascetismo en la autobiografía lectora de Burucúa. Hay una pasión inusitada por el conocimiento, por el humanismo, por la vida que palpita y las voces que esperan entre los estantes de las bibliotecas, que se dejan sentir y escuchar cuando un libro se abre, por fin, ante los ojos y entre los manos de un lector sensible y comprometido”.
Excesos lectores, ascetismos iconográficos no fue la primera incursión de Burucúa en la confesión intelectual y aun personal. La serie Cartas del Mediterráneo oriental, Cartas norteamericanas y Cartas Berlinesas (Adriana Hidalgo) son una corresponsalía que se lee como una autobiografía epistolar.
Una matriz del pensamiento estético de Burucúa proviene de Aby Warburg, el historiador del arte que él mismo ayudó a difundir en castellano y que adoptó el término “supervivencia” para referirse al modo en que lo antiguo había ido más allá de sí mismo. “Warburg hablaba de lo antiguo que sobrevive y vuelve a la vida en los términos del Renacimiento. Pero nosotros podríamos pensar en lo que sucedió después. Deberíamos pensar en dos supervivencias: en la supervivencia de la supervivencia”, dijo una vez Burucúa. Él mismo convierte esa supervivencia en un auténtico ejercicio de la inteligencia.