Detrás del costumbrismo, dos actores formidables
★★★ buena. autores: Ernesto Korovsky, Silvina Fredjkes y Alejandro Quesada. elenco: Carla Peterson, Juan Minujín, Nancy Dupláa, Luciano Castro, Juan Gil Navarro, Pablo Rago, Jorgelina Aruzzi, Ludovico Di Santo, Osvaldo Laport. producción ejecutiva y asociada: Leandro Culell, Martín Kweller y Grupo Crónica. producción general: Pablo Culell. dirección: Mariano Ardanaz y Pablo Ambrosini. dirección general: Sebastián Ortega. canal: Telefé. horario: lunes a jueves, a las 21.45.
En apenas tres días, 100 días para enamorarse se convirtió en lo más visto del año para la TV abierta. Un rating tan saludable en tan poco tiempo significa un espaldarazo a las ficciones nacionales más ambiciosas, muy postergadas en los últimos tiempos frente a sus equivalentes turcas o brasileñas.
Este prematuro éxito debería verse ante todo como la ratificación de un tipo de producción local que tiene a 100 días para enamorarse como ejemplo modélico: tira diaria con episodios de una hora, narrada en clave de comedia dramática y conflicto central romántico, mirada costumbrista sobre la realidad, elenco coral y multitud de subtramas y abordajes temáticos muchas veces irrelevantes, concebidos solo como herramienta para exponer “desde afuera” y con reflejos oportunos algún tema sensible para la opinión pública.
Planteadas así las cosas, este tipo de historias se exponen sobre todo al riesgo de un rápido desgaste, especialmente si se plantea (como en este caso) de una manera tan intrincada y abarcadora como la que registra su arranque. Pero también sabemos que las ficciones más ambiciosas cuidan en sus tramos iniciales la identidad de su leitmotiv central, representado aquí por el contrato que Laura (Carla Peterson) y Gastón (Juan Minujín) suscriben para terminar con una tensa convivencia y liberarse durante 100 días de su compromiso matrimonial.
Ese conflicto aparece sostenido en sus matices más humorísticos o dramáticos por una pareja de actores formidable, capaz de darle espesor a situaciones apenas bosquejadas y sortear cada escena (primeras rupturas y acercamientos, relaciones con hijos y amigos cercanos, estados de ánimo) con una convicción extraordinaria. Esta fenomenal presencia interpretativa deja incluso en un lugar bastante secundario el otro sostén básico del argumento: la historia y el presente de la amistad incondicional entre Laura y Antonia (Nancy Dupláa), tan simbiótica que las dos eligen separarse casi en el mismo momento.
Lo que no puede disimularse es el conjunto de vicios recurrentes de este tipo de producciones. Aquí, al menos tres. Primero, un costumbrismo rampante (más o menos sofisticado, según el caso) que se impone y queda al descubierto sobre todo en las escenas menos trabajadas desde los diálogos y libradas al talento de sus intérpretes. Segundo, la falta de consistencia en algunas cuestiones narrativas claves: el modo superficial con que se puso en escena la reaparición de Diego (Luciano Castro) no se condice con una invocada ausencia de 20 años que marcó la vida de varios de los personajes. Y tercero, la creencia de que alcanza con presentar ciertas temáticas sensibles en cualquier debate social (la diversidad sexual, las familias paralelas, el acoso laboral), así como las consabidas y forzadas “escenas hot” para que la trama cobre supuesto valor a partir de ellas. En las mejores historias ocurre al revés: todos los temas adquieren mayor relevancia cuando surgen naturalmente de la narración y la pierden cada vez que se imponen a la fuerza desde afuera como puras consignas.