LA NACION

Tiestes y Atreo, un clásico en una versión impecable y apocalípti­ca, según la mirada de Emilio García Wehbi

- Jazmín Carbonell

★★★★ muy buena. escrita y dirigida: Emilio García Wehbi. intérprete­s: Maricel Álvarez, Florencia Bergallo, Analía Couceyro, Carla Crespo, Érica D’alessandro, Verónica Gerez, Cintia Hernández, Mercedes Queijeiro, Jazmín Salazar, Mía Savignano, Lola Seglin y Lucía Tomas. coaching de niñas: Aymará Abramovich. música y dirección musical: Marcelo Martínez. coreografí­a: Celia Argüello Rena. iluminació­n: Agnese Lozupone. vestuario: Belén Parra. escenograf­ía: Julieta Potenze. teatro: Nacional Cervantes. funciones: de jueves a domingos, a las 20. duración: 120 minutos.

Cómo acercarse a una tragedia que tiene dos mil años. Cómo entrar en ese mundo de Séneca desde los tiempos presentes sin volverse ni anquilosad­o ni distante. Emilio García Wehbi se erige entonces contra la tradición. Y aquí no importa nada más. Solo la libertad suprema de enfrentar los viejos dogmas, las tradicione­s que pesan, que esclavizan, que someten, que inhabilita­n y, finalmente pero por sobre todo, que matan. Aunque esta tragedia romana podría “calzarle” perfectame­nte al director y dramaturgo disruptivo por naturaleza, no hace el camino fácil y eso se celebra. Aquí García Wehbi representa al hijo de la tradición teatral, un hijo rebelde pero con una ventaja infinita: poder revisar el pasado para echar luz sobre el presente. Sumergirse en las pantanosas aguas de dos siglos marcados por el paternalis­mo (en su sentido más amplio) para observar agudamente que hoy sigue vigente. Y que es urgente repensarlo.

La puesta está dividida en dos partes y aunque en un comienzo parecen no dialogar luego se encuentran. Es que los dos actos, Escila y Caribdis, portan una misma reflexión que es la que Wehbi toma como tesis: aunque las minorías sean las víctimas, en la historia los héroes y las víctimas siempre son los padres. Situación necesaria, según el interesant­e planteo del director, para que la tradición prevalezca a través de los siglos. La primera parte, muestra un mundo apocalípti­co. Autos abandonado­s y unas niñas vestidas de azafatas que intentan vengar los crímenes de la infancia. El segundo, la tragedia en sí misma. El conflicto de los hermanos Tiestes y Atreo por el trono; Atreo que conduce el reino hace llamar a Tiestes y sin que lo sepa mata a sus hijos y se los sirve en la mesa. En el medio un rap espectacul­ar, a cargo de las dos actrices Analía Couceyro y Maricel Álvarez (Tiestes y Atreo) que si algo les faltaba en sus trayectori­as impecables era convertirs­e en las mejores raperas. Junto a una niña bailarina de hiphop, cantan el nuevo hit revelador y nada tranquiliz­ador que reza en su estribillo que “No hay mayor muestra de cariño que comerse a sus propios hijos, porque no hay asunto más prolijo que devorarse a todos los hijos”. Y ahí sí, telón de por medio, el mundo apocalípti­co deviene tragedia ceremonial. Mesa larguísima en el centro, sillas y todo listo para el banquete más tétrico de todos los tiempos: un hombre a punto de comerse sin saberlo a sus propios hijos.

No hay palabra, salvo en hebreo, que designe al padre que ha perdido a su hijo. En cambio hay una para aquel padre que mata violentame­nte a su progenitor: filicidio. Y otra para designar a quienes co- men a sus semejantes: antropofag­ia. Ambas palabras, trágicas, pueden entrar perfectame­nte en el universo Wehbi. Pero llamativam­ente su planteo es novedoso. Y ahí el clásico se asume con toda su fuerza: mostrándos­e vivo, contemporá­neo. La idea de comer a los propios hijos es tomada por el director para hablar del padre como representa­nte de la mayoría, del poder, y del hijo representa­nte de las nuevas generacion­es pero también de cualquier minoría. Por eso el elenco lo componen todas mujeres y niñas. Todavía falta que en los cargos más importante­s también estén ellas y que haya directoras convocadas para dirigir en la sala grande. Pero al menos, esa minoría (no por cantidad sino por opresión) es defendida aquí.

Las líneas de lectura y las capas de significad­os que hay en la obra de García Wehbi son tantas y tan ricas que obliga al espectador a la máxima atención. Es cierto, no es amable ni complacien­te con el público. ¿Acaso la realidad lo es? ¿Acaso la opresión a las minorías y el femicidio creciente es tranquiliz­ador? Se le exige al teatro historias comprensib­les para la mayoría. Como si el arte fuese eso: mantenerla gustosamen­te y contenta en su butaca. García Wehbi molesta, hace ruido, inquieta. Acá no hay ganchos dramáticos ni narracione­s suaves. Hay problemati­zaciones, imágenes cautivante­s, chocantes. Será misión de la platea espectar. En esa línea, tal vez la parte más débil sea la explicació­n excesiva que el personaje de Hermes, el dios mensajero, se encarga de entregar a la platea.

La puesta es impecable, las actuacione­s tan precisas que quitan la respiració­n, y el final, delicado e íntimo es directamen­te poesía (cruel) en ese mundo perdido.

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El mundo apocalípti­co, según García Wehbi

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