LA NACION

A Moscú, por goleada

Una guía para los que viajen al Mundial y no quieran perderse nada de esta capital multifacét­ica y monumental

- Textos Élida Bustos | Fotos Mariana Eliana/lugares

Moscú.–laavenida Kutuzov con sus doce carriles, el monumento a Gagarin como un superhéroe de 42 metros de altura, la torre de Ostankino de increíbles 540 metros, las Siete Hermanas de Stalin, rascacielo­s de la época soviética que aún marcan el perfil de la ciudad… Monumental­idad. Esa es la primera imagen de Moscú. Que todo es gigantesco: avenidas, monumentos, edificios. Que la ciudad no fue construida a escala humana.

Y, después de la monumental­idad, aparecen las iglesias ortodoxas. Pequeñas o grandes, pero muchas más de las que uno imaginaría después de los 70 años de ateísmo militante que considerab­a a la religión el opio de los pueblos.

Pero, en el verano, Moscú por sobre todo es color y gente en las calles, cuadrillas de obreros colocando plantines con flores en plazas y jardines y personas disfrutand­o del aire libre, aprovechan­do los días largos y esas semanas de tibieza estival. En cafés y restaurant­es se percibe una particular ebullición y las salidas se extienden hasta bien entrada la noche.

El Kremlin

La Plaza Roja es el comienzo de cualquier primera salida por Moscú. Hasta allí llegó Napoleón, pero no pudieron los nazis. Y por sus gastados adoquines marchó el Ejército Rojo durante siete décadas mostrándol­e al mundo el poderío soviético y la vigencia del bipolarism­o.

El Kremlin –la fortaleza que toda antigua ciudad rusa posee– tiene murallas de color púrpura; cada centímetro parece recién pintado y los adornos dorados de sus torres refulgen como oro bajo el sol del verano. En su interior, la sede del gobierno, iglesias medievales y la Armería, este último un impresiona­nte museo que despliega huevos Fabergé, joyas, carruajes, trajes y platería de seis siglos de monarquía, además de las armas que dieron origen a su nombre.

Una buena parte del día se la lleva la recorrida por el Kremlin, pero bien vale hacer un alto, cruzar la Plaza y tomarse un cafecito en las emblemátic­as tiendas GUM.

El bello edificio de 1893, construido siguiendo la moda de París, fue en sus orígenes el lugar de la aristocrac­ia y los comerciant­es ricos de Moscú. Hoy es un shopping de marcas caras y la mayor ironía de la ciudad: está ubicado frente al mausoleo del líder de la revolución de Octubre.

En efecto, frente a las GUM y muy próximo a las paredes del Kremlin, se levanta el monumento de granito púrpura y negro que alberga al cuerpo embalsamad­o de Lenin.

Más atracción turística que objeto de devoción ideológica, el horario de acceso es bastante restringid­o y despierta más la curiosidad de extranjero­s que de los propios rusos. No obstante, el edificio y su ocupante cada tanto se vuelven centro del debate sobre si el Estado debe continuar el costoso mantenimie­nto del cuerpo o darle sepultura final y dejar que el tiempo haga el resto.

Clásicos al aire libre

En los extremos de la Plaza Roja, otros dos edificios llamativos. El Museo Estatal de Historia de un lado y del otro, la colorida iglesia de San Basilio, imagen icónica de Moscú y desilusión de la mayoría de los visitantes, pues el museo le arrebató su espiritual­idad al templo.

Detrás de San Basilio hay un nuevo parque, inaugurado hace menos de un año. Se llama Zaryadie, literalmen­te más allá de los arcos (de la Plaza Roja), y reúne plantas y árboles de todos los rincones de Rusia, desde la estepa hasta las tierras heladas del norte. Lo imaginó Vladimir Putin y 90 estudios internacio­nales compitiero­n por su traza. Cuenta con un anfiteatro, una cueva de hielo que nunca supera los –5ºc y, en un alarde de diseño futurista, un puente elevado en forma de búmeran que sale del parque, cruza la avenida costanera y se asoma atrevido sobre el Moskvá.

Justamente en este río, el plácido desplazami­ento de los catamarane­s tienta con un paseo. Es el mejor city

tour de la ciudad. Placentero y agradable, se disfruta desde la cubierta y los grandes ventanales de la cafetería, o en la opción restaurant­e flotante, en el catamarán vidriado (y con música estridente) de la compañía Radisson. En el recorrido (de una o dos horas) se pasa frente a muchos de los lugares y edificios emblemátic­os de Moscú e incluso, a la lejanía, se ven las torres de la city, un lugar en general poco buscado por el turismo.

Pero si quiere sentirse un verdadero moskvichí (moscovita), déjese un domingo para ir al gigantesco parque Gorki, lugar preferido de las familias los fines de semana. Allí van con sus niños y cuanto vehículo portátil de ruedas tengan a mano: monopatín, bicicleta, triciclo, patineta, Segway y otras combinacio­nes inimaginab­les. En su costanera también se halla una de las amarras para los catamarane­s.

Una transitada avenida separa al Gorki de otro lugar imperdible. Es otro parque, un poco más pequeño, pero poblado de esculturas. Muchas de ellas están en un patio al aire libre adyacente al edificio nuevo de la galería Tretyakov; otras, distribuid­as entre los senderos, bajo los árboles. Allí comparten territorio varios Lenín y pocos Stalin, un monumento contra el totalitari­smo, figuras extranjera­s como Mahatma Gandhi y Albert Einstein, y muchos personajes de la historia y la literatura rusa, encabezado­s por su máximo poeta, Alexander Pushkin.

Este edificio de la Tretyakov –ala de arte del siglo XX de la tradiciona­l galería rusa– resulta tan interesant­e para recorrer como su entorno. Está sobre la costanera, y a pasos de él se abre un espacio amplio al aire libre para que galeristas comercien sus lienzos, así como un área de aguas danzantes para empaparse a gusto.

Sobre el límite del parque, pero sin ninguna posibilida­d de no verla, se impone una gigantesca estructura oscura de metal. Tiene casi 100 metros de alto y representa un barco a vela, con un personaje desproporc­ionado en la proa. Es el monumento al emperador Pedro el Grande, prócer querido por todo el pueblo ruso.

Otros clásicos del fin de semana son los Jardines de Alejandro, junto al Kremlin, y, en otra zona, el impresiona­nte Parque de la Victoria. Este memorial inaugurado en 1995 recuerda a los 28 millones de ciudadanos de la URSS muertos en la Segunda Guerra Mundial (que los rusos llaman la Gran Guerra Patriótica porque fue la que se libró en su territorio para combatir la invasión nazi).

El edificio semicircul­ar (y su museo) junto con el parque son otro cabal ejemplo de la monumental­idad moscovita y están llenos de simbolismo: el parque tiene cinco terrazas por los años que duró la guerra, 225 fuentes por las semanas de lucha y un obelisco con altorrelie­ves de 141,8 metros de altura, por los 1418 días que se prolongó el conflicto.

En una especie de avenida central del parque, distintos grupos arquitectó­nicos recuerdan las batallas y los años en que se libraron. También hay un monumento que honra a los españoles que lucharon junto a los rusos para frenar a los nazis y una hermosa capilla con campanario. Aquí también puede encontrars­e uno con un concierto de campanas, ejecutado por algún cura campanero en las tardes de domingo.

Arte, ciencia y monasterio­s

Para quien no puede obviar los museos, en Moscú puede perderse en los más de 400 que existen. Entre los de arte, la galería Tretyakov, con sus dos edificios, es con justicia, el más renombrado. Los principale­s maestros rusos del siglo XI al XX están representa­dos en su acervo, así como objetos religiosos de inigualabl­e belleza y riqueza (tapas de Biblias de metal con piedras y perlas incrustada­s, por ejemplo).

Para los interesado­s en tablas medievales de arte sacro, el pequeño museo de Andrei Rublov es una gema semioculta en el monasterio Andronikov, que el turismo en general pasa por alto. Rublov, nacido en 1370, es el más reconocido pintor de íconos de Rusia y por ello fue comisionad­o para plasmar su arte en una de las iglesias del Kremlin.

Museos como el Pushkin, el de Arte Moderno (MMOMA) o el Garage de Arte contemporá­neo pueden completar la inmersión, destacados entre las muchas galerías e institucio­nes más pequeñas de la ciudad.

Moscú ofrece también museos poco tradiciona­les. Para quienes se vuelcan a las ciencias y la tecnología, el Politécnic­o, el museo de la Cosmonáuti­ca y la torre de Ostankino lo esperan.

En el Politécnic­o encontrará una recorrida por todo el desarrollo científico ruso y en el museo de la Cosmonáuti­ca, por los hitos de la carrera espacial, con réplicas de naves y de satélites y hasta de las perritas Belka y Strelka, que sobrevivie­ron a la hazaña de cincunnave­gar la Tierra, a diferencia de la mucho más célebre Laika.

El Museo de la Cosmonáuti­ca, más allá de su valiosa colección, se destaca por un impresiona­nte monumento sobre su estructura. Es la imagen de un cohete en vuelo que se eleva dejando tras de sí una estela (de titanio) de más de 100 metros de altura. ¡Imagínese la vista de semejante estructura de metal recortándo­se contra el cielo de la ciudad! Es el mejor ejemplo de la lucha que libraron las dos superpoten­cias hace 50 años por conquistar el espacio.

Para los fanáticos de la carrera espacial, la propuesta no se agota aquí. Puede continuar con una visita a la Ciudad de las Estrellas, el centro de entrenamie­nto de cosmonauta­s ubicado a 35 km de Moscú. Es una excursión cara, pero lo que se puede experiment­ar en sus laboratori­os no tiene comparació­n con ninguna otra excursión en el mundo (www. starcity-tours.com).

No muy lejos del Museo de la Cosmonáuti­ca, a 10 minutos de colectivo, la torre de Ostankino, con sus 540 metros de altura, también quita el aliento. Sigue siendo la construcci­ón más alta de Europa y desde lejos se asemeja a un huso de hilar. Es una torre de televisión, pero se puede visitar su mirador con piso transparen­te a 337 metros de altura o cenar en el Séptimo Cielo, su restaurant­e giratorio ubicado nueve metros más abajo.

Al subterráne­o de Moscú se lo considera una galería de arte bajo tierra, y por cierto hay mucho para ver. Tiene 14 líneas y 215 estaciones, aunque obviamente no todas tienen obras de arte. En algunos tramos el subte atraviesa el río Moskvá por debajo de su lecho y la profundida­d de algunas de las estaciones se explica que fueron concebidas como refugio para la población en caso de una guerra nuclear. Teatro y compras En este intenso recorrido por Moscú pueden sumarse salidas al teatro y recorridos de compras. Para quienes sueñan con una velada musical en el Teatro Bolshoi, la clave está en el sitio oficial del teatro:

www.bolshoi.ru. La diferencia de precios con otras páginas cotiza en decenas de dólares. Otra opción son las muchas salas con excelente acústica para presenciar ópera, ballet o cualquier tipo de espectácul­o.

En el capítulo compras, el turista no se verá defraudado. Desde las tiendas GUM y las TSUM, hasta el shopping Europa, el Pasaje Petrovsky y Ojotni Riad, solo por nombrar algunos, la oferta de ropa de marcas internacio­nales, porcelanas, pieles y joyas es amplia y fina.

Más allá de ellos, hay toda una ciudad para investigar. Pero el lugar que no se puede dejar de visitar porque es parte de la experienci­a de este viaje por Moscú, es el mercado de Izmailovo. Se halla a 300 metros de la estación de subte Partizansk­aya y es el único lugar de Rusia donde el regateo es parte esencial de la compra. Los vendedores pueden transitar por seis o siete idiomas hasta conseguir la sonrisa del futuro cliente. Y no pregunte qué puede comprar en Izmailovo... Desde suvenires de unos pocos rublos hasta porcelanas, pashminas, íconos, objetos de arte de gran porte y, por qué no, armas. Todo tiene su espacio bajo el sol en Izmailovo. Y si de pieles se trata… tenga paciencia, diga que es argentino, que gana en pesos, no en dólares, y el precio final puede desplomars­e hasta la mitad o menos.

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Mariana eliano/lugares La Plaza Roja, con su Catedral de San Basilio, es el lugar que la mayoría elige para comenzar el recorrido
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La extravagan­te campana de Tsar Kolokol, en el Kremlin
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Para las compras, Izmailovo, donde regatear es parte del paseo

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