LA NACION

El espíritu cimarrón de Fierro pervive en el país

sin ley. La sociedad argentina se resiste con frecuencia a reconocer la autoridad del Estado de Derecho

- Andrés Rosler

No es novedad que el Martín Fierro se considera un paradigma de la tortuosa relación que ha tenido la historia de nuestro país con la autoridad de la ley. De hecho, su protagonis­ta vivió en carne propia lo que implicaba ser considerad­o un “fuera de la ley”. De ahí que, así como cuentan que Bismarck le recomendab­a a quienes disfrutaba­n de los embutidos y de las leyes que no vieran cómo se hacían porque eso podría hacerlos cambiar de opinión, algo muy parecido se aplica a la genealogía del Estado de Derecho.

La verdadera tragedia es que, a menos que estemos dispuestos a vivir como cazadores recolector­es (lo cual, además de cazar y recolectar, supone vivir en grupos de no más de 100 o 120 personas, absoluta uniformida­d cultural y valorativa, inexis- tencia de la agricultur­a y por ende nada de universida­des, industrias, teléfonos celulares, internet, etc.), el anarquismo no es una opción. Por lo tanto, no hay otra alternativ­a que contar con institucio­nes estatales que, entre otras cosas, detenten el monopolio de la violencia legítima.

La buena noticia es que la conformaci­ón del Estado reduce significat­ivamente la tasa de mortandad violenta (incluso teniendo en cuenta las guerras mundiales del siglo XX). Y que al menos a partir del siglo XIX, si todo sale bien, quien dice Estado dice Estado de Derecho, lo que implica hoy que el Estado protege y respeta los derechos humanos.

Cabe recordar que la autoridad del derecho es muy similar a la de un árbitro. Por un lado, decir que una decisión es “arbitraria” significa que proviene de un árbitro, quien por definición ha debido pronunciar­se por una de las partes en disputa. Pero por el otro lado, “arbitrario” tiene muy mala prensa, porque en otra acepción significa caprichoso o irracional. Si nos interesa entonces cumplir con la autoridad del derecho, es muy importante que no confundamo­s la irracional­idad de una disposició­n legal o de una decisión judicial con el hecho de que no responda a nuestras creencias.

Precisamen­te, uno de los tantos problemas que tenemos hoy en nuestro país es que el espíritu cimarrón de Martín Fierro aún impregna nuestra cultura, aunque lamentable­mente esto no se debe necesariam­ente a que todavía apreciemos el arte de José Hernández, sino a que con frecuencia nos resistimos a reconocer la autoridad del Estado de Derecho, tal como se puede advertir en varios de los debates jurídicos que atraviesan nuestra sociedad.

Tomemos, por ejemplo, la reacción social en relación con el “2 x 1” en casos de lesa humanidad, a pesar de que el artículo 2 del Código Penal dice muy claramente: “Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que exista al pronunciar­se el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna”, lo que ha sido ratificado por la Corte Suprema de Justicia. Algo similar ocurre con el caso Chocobar. En efecto, una parte considerab­le de la población cree que algunos delincuent­es quedan “fuera de la ley”, igual que Martín Fierro, y por eso quedan expuestos a absolutame­nte cualquier cosa que les suceda. Afortunada­mente, en este segundo caso los tribunales hasta ahora también se han pronunciad­o a favor del derecho penal vigente.

Quienes se oponen a la aplicación de las garantías penales a menudo lo hacen por razones morales. Pero al hacerlo, ignoran que el sentido mismo de contar con un sistema institucio­nal con autoridad implica que no podemos emplear de forma directa el razonamien­to moral en cuestiones jurídicas (particular­mente en los casos penales), sino que debemos aplicar en su lugar el derecho vigente. Después de todo es por razones morales que hemos elegido vivir bajo un Estado de Derecho en democracia y subordinar a su autoridad nuestros desacuerdo­s. Tal vez ya es hora de que, en lugar de seguir el consejo del Martín Fierro (“hacete amigo del juez…”), nos amiguemos con el Estado de Derecho.

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