Los días que vivimos en peligro
Cuando vuelo y las turbulencias van más allá de lo común, y en el avión todos los pasajeros se quedan repentinamente petrificados y calladitos, miro detenidamente a las azafatas. Si las veo sonrientes y que siguen conversando animadamente entre ellas, sé que no hay nada que temer. Si sucede lo contrario, empiezo a rezar.
El principal sistema de comunicación entre los seres humanos es la gestualidad. No responde a patrones rígidos porque es bastante equívoca e informal, pero suele ser una guía suficientemente orientativa para saber si tenemos onda con otra persona, si haremos o no un negocio con alguien o si saldremos corriendo despavoridos porque “leímos” en la cara de nuestro interlocutor que algo anda muy mal y que más vale correr porque estamos al borde un inminente peligro.
No hubo una mínima red de contención comunicacional durante los días que vivimos en peligro, cuando parecía que todo se venía abajo. O el Gobierno nunca ideó un plan de contingencia para momentos de emergencia o el “hablar con la verdad”, con el que insiste tanto siempre Mauricio Macri, se dejó materializar en las jornadas de zozobra cambiaria en la sinceridad inocultable de los rostros repentinamente pálidos y sombríos de los principales funcionarios, cuyo punto máximo fue el video/telegrama de poco más de dos minutos en el que el mismísimo Presidente comunicó con contenida tensión que la Argentina volvía al Fondo Monetario Internacional en busca de auxilio.
Complicaba que la escueta comunicación oficial venía de manerabi fronte y contradictoria:el“no pasan ad ismo” habitual de marcos Peña (versión Cambiemos del discurso optimista y sin conflictos de Daniel Scioli) convivía con las denuncias de “golpe cambiario” y horrores peores de Elisa Carrió, investida en el papel que más le gusta, el de francotiradora que confunde más que esclarece, en tanto que su archienemigo Jaime Durán Barba tomó distancia (geográfica) ya que está monitoreando in situ las elecciones en México.
Con un minué de apuradas reuniones, secretas y públicas, de las que poco se informaba, nos dirigimos atribulados hacia el “supermartes” último pensando en que ese día podía saltar todo por los aires si los tenedores de Lebac se pasaban masivamente al dólar y su cotización se iba a la estratósfera si, además, el Banco Central no intervenía de manera contundente.
El tratamiento dio resultados y los colores saludables retornaron a las caras de los funcionarios que empezaron a articular frases más largas que los dubitativos monosílabos de los días anteriores. Solo que el nuevo y más aliviado discurso se inscribe, sin mencionarlo, en el mantra presidencial “lo peor ya pasó”, que también es preocupante.
La grieta propuso en estas nerviosas semanas nuevos extremos para que los argentinos nos encolumnáramos: porfiada negación o alarmismo irresponsable.
Bastoneando el primer grupo, Marcos Peña le bajó todo el tiempo el precio a la crisis al no reconocerla como tal, en tanto que personajes como Fernando Iglesias extremaban ese relato tranquilizador en las redes sociales, donde las huestes de simpatizantes genuinos y automatizados adherían a esa negación discursiva. En el otro extremo, también en el mundo virtual, encabezaban la prédica los muy excitados sectores residuales del kirchnerismo y de la izquierda recalcitrante que se relamían anunciando un imparable cataclismo al estilo 2001. Mucho peor todavía fueron los que batieron el parche en la misma dirección desde medios de comunicación formales como C5N y Crónica, o connotadas figuras como Mirtha Legrand y Baby Etchecopar, cuyos mensajes pesimistas y apocalípticos fueron reproducidos hasta el hartazgo por distintas señales que indigestaron la conversación social.
Solo en la Argentina puede ser prenda de discordia entre ambos bandos el precio de la lechuga, a la que se pretendió darle un hiperprotagonismo ridículo, con mensajes del fin del mundo de Luis Novaresio y Marcelo Tinelli, y del otro lado con un irreconocible Juan José Campanella, atizando un fastidio genérico hacia el periodismo en general.
Negación vs. alarmismo son los nuevos extremos de la grieta en tiempos de taquicardia cambiaria
¿Y el Presidente?: en los primeros días pasó de un extremo al otro. A su ya mencionada grave gestualidad en su diminuto anuncio sobre la vuelta al FMI y en su muda expresión en sucesivas y urgentes reuniones (involuntario aporte para el bando alarmista) pasó al otro extremo (negadores de la crisis) cuando en la inquietante víspera del “supermartes” visitaba a un matrimonio que había accedido a la vivienda propia en Vicente López gracias a un crédito hipotecario y lo reproducía en su Instagram, como si en el país no pasara nada de nada. Por suerte, el miércoles, en su conferencia de prensa buscó un equilibrio entre ambas posturas con una bienvenida autocrítica que, sin nombrarlos, dejó en un lugar más que incómodo a la tríada Peña/quintana/lopetegui.
Las palabras “normalizadoras” y la cara más distendida del Presidente son un gran avance, pero no suficiente. Tendrá que hacer reformas en serio y rápido. Quedarse en las palabras o en el triunfo circunstancial de haber capeado la tormenta sería un nuevo acto devolunt ar is moquepodrí achocar, ala vuelta de cualquier esquina, con una crisis peor.