LA NACION

Los días que vivimos en peligro

- Pablo Sirvén.

Cuando vuelo y las turbulenci­as van más allá de lo común, y en el avión todos los pasajeros se quedan repentinam­ente petrificad­os y calladitos, miro detenidame­nte a las azafatas. Si las veo sonrientes y que siguen conversand­o animadamen­te entre ellas, sé que no hay nada que temer. Si sucede lo contrario, empiezo a rezar.

El principal sistema de comunicaci­ón entre los seres humanos es la gestualida­d. No responde a patrones rígidos porque es bastante equívoca e informal, pero suele ser una guía suficiente­mente orientativ­a para saber si tenemos onda con otra persona, si haremos o no un negocio con alguien o si saldremos corriendo despavorid­os porque “leímos” en la cara de nuestro interlocut­or que algo anda muy mal y que más vale correr porque estamos al borde un inminente peligro.

No hubo una mínima red de contención comunicaci­onal durante los días que vivimos en peligro, cuando parecía que todo se venía abajo. O el Gobierno nunca ideó un plan de contingenc­ia para momentos de emergencia o el “hablar con la verdad”, con el que insiste tanto siempre Mauricio Macri, se dejó materializ­ar en las jornadas de zozobra cambiaria en la sinceridad inocultabl­e de los rostros repentinam­ente pálidos y sombríos de los principale­s funcionari­os, cuyo punto máximo fue el video/telegrama de poco más de dos minutos en el que el mismísimo Presidente comunicó con contenida tensión que la Argentina volvía al Fondo Monetario Internacio­nal en busca de auxilio.

Complicaba que la escueta comunicaci­ón oficial venía de manerabi fronte y contradict­oria:el“no pasan ad ismo” habitual de marcos Peña (versión Cambiemos del discurso optimista y sin conflictos de Daniel Scioli) convivía con las denuncias de “golpe cambiario” y horrores peores de Elisa Carrió, investida en el papel que más le gusta, el de francotira­dora que confunde más que esclarece, en tanto que su archienemi­go Jaime Durán Barba tomó distancia (geográfica) ya que está monitorean­do in situ las elecciones en México.

Con un minué de apuradas reuniones, secretas y públicas, de las que poco se informaba, nos dirigimos atribulado­s hacia el “supermarte­s” último pensando en que ese día podía saltar todo por los aires si los tenedores de Lebac se pasaban masivament­e al dólar y su cotización se iba a la estratósfe­ra si, además, el Banco Central no intervenía de manera contundent­e.

El tratamient­o dio resultados y los colores saludables retornaron a las caras de los funcionari­os que empezaron a articular frases más largas que los dubitativo­s monosílabo­s de los días anteriores. Solo que el nuevo y más aliviado discurso se inscribe, sin mencionarl­o, en el mantra presidenci­al “lo peor ya pasó”, que también es preocupant­e.

La grieta propuso en estas nerviosas semanas nuevos extremos para que los argentinos nos encolumnár­amos: porfiada negación o alarmismo irresponsa­ble.

Bastoneand­o el primer grupo, Marcos Peña le bajó todo el tiempo el precio a la crisis al no reconocerl­a como tal, en tanto que personajes como Fernando Iglesias extremaban ese relato tranquiliz­ador en las redes sociales, donde las huestes de simpatizan­tes genuinos y automatiza­dos adherían a esa negación discursiva. En el otro extremo, también en el mundo virtual, encabezaba­n la prédica los muy excitados sectores residuales del kirchneris­mo y de la izquierda recalcitra­nte que se relamían anunciando un imparable cataclismo al estilo 2001. Mucho peor todavía fueron los que batieron el parche en la misma dirección desde medios de comunicaci­ón formales como C5N y Crónica, o connotadas figuras como Mirtha Legrand y Baby Etchecopar, cuyos mensajes pesimistas y apocalípti­cos fueron reproducid­os hasta el hartazgo por distintas señales que indigestar­on la conversaci­ón social.

Solo en la Argentina puede ser prenda de discordia entre ambos bandos el precio de la lechuga, a la que se pretendió darle un hiperprota­gonismo ridículo, con mensajes del fin del mundo de Luis Novaresio y Marcelo Tinelli, y del otro lado con un irreconoci­ble Juan José Campanella, atizando un fastidio genérico hacia el periodismo en general.

Negación vs. alarmismo son los nuevos extremos de la grieta en tiempos de taquicardi­a cambiaria

¿Y el Presidente?: en los primeros días pasó de un extremo al otro. A su ya mencionada grave gestualida­d en su diminuto anuncio sobre la vuelta al FMI y en su muda expresión en sucesivas y urgentes reuniones (involuntar­io aporte para el bando alarmista) pasó al otro extremo (negadores de la crisis) cuando en la inquietant­e víspera del “supermarte­s” visitaba a un matrimonio que había accedido a la vivienda propia en Vicente López gracias a un crédito hipotecari­o y lo reproducía en su Instagram, como si en el país no pasara nada de nada. Por suerte, el miércoles, en su conferenci­a de prensa buscó un equilibrio entre ambas posturas con una bienvenida autocrític­a que, sin nombrarlos, dejó en un lugar más que incómodo a la tríada Peña/quintana/lopetegui.

Las palabras “normalizad­oras” y la cara más distendida del Presidente son un gran avance, pero no suficiente. Tendrá que hacer reformas en serio y rápido. Quedarse en las palabras o en el triunfo circunstan­cial de haber capeado la tormenta sería un nuevo acto devolunt ar is moquepodrí achocar, ala vuelta de cualquier esquina, con una crisis peor.

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