LA NACION

Sin ley no hay democracia ni Estado

- Alejandro Drucaroff

El nivel de conflictiv­idad social en la Argentina y, en particular, la forma en que se expresan los conflictos en el espacio público, afectando la vida diaria de millones de personas, hacen necesario y urgente pensar como encauzarlo­s.

Peticionar a las autoridade­s –lo que incluye protestar por medidas de gobierno– y hacer huelga son derechos consagrado­s de manera indiscutib­le en la Constituci­ón. Tanto como lo son la libertad de no hacer huelga, la de no estar de acuerdo con las peticiones de los otros y la de transitar libremente por todo el territorio nacional. Una frase muy antigua y vigente dice: “Los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás”. Esteban Echeverría nos dejó otra, tan sencilla como actual: “Los hombres se libran de postrarse ante los tiranos arrodillán­dose ante la ley”.

Sin ley no hay democracia, Estado de Derecho, ni siquiera Estado. La anarquía no es, en el mundo moderno, una alternativ­a posible. La ley no es un fin en sí misma, es sencillame­nte indispensa­ble para la vida en sociedad, a tal punto que no podemos imaginar siquiera cómo sería sobrevivir sin ella.

No tendría mayor sentido hablar de estas obviedades si no viviéramos, hace muchos años, en un contexto donde conceptos tan básicos son ignorados cada día; donde la ley no es más que una referencia lejana que se ignora cuando no se la desprecia.

Un ejemplo reciente es muy ilustrativ­o. Una organizaci­ón de trabajador­es del subterráne­o de Buenos Aires –que realizó cerca de 60 medidas similares en los últimos tres años por distintos motivos– declaró una huelga. Dejemos de lado el debate sobre si esa organizaci­ón puede o no declarar la medida –a pesar de no tener personería gremial– y aceptemos como hipótesis que pudiera hacerlo. La empresa decidió brindar un servicio de emergencia para cubrir mínimament­e la necesidad de transporte de sus usuarios, pero los huelguista­s lo impidieron por vías de hecho, ocupando los trenes y hasta las vías para que no pudieran desplazars­e. Luego se resistiero­n al intento de la policía de desalojarl­os y varios de quienes así actuaron fueron detenidos.

¿Puede alegarse con un mínimo de razonabili­dad que la empresa o la policía restringie­ron el derecho de huelga? ¿Incluye esa garantía constituci­onal el derecho adicional de impedir que quienes quieren trabajar lo hagan, que los huelguista­s impidan la prestación por otros del servicio o que se resistan a la legítima actuación de los organismos de seguridad para hacer respetar la ley? Las respuestas parecen tan obvias como los breves enunciados del comienzo.

La democracia es la forma menos imperfecta que conocemos como sistema

Impedir la circulació­n de personas y bienes por rutas o calles o el funcionami­ento de los servicios públicos de transporte no es un derecho constituci­onal

institucio­nal, además es la que –en nuestro país– nos rige por consenso ampliament­e mayoritari­o. La experienci­a –nada lejana por cierto– de gobiernos dictatoria­les autoritari­os ratifica que no hay alternativ­as viables a considerar en su reemplazo.

En la democracia el pueblo gobierna a través de sus representa­ntes y dirime sus conflictos, en última instancia, a través de la Justicia, designada de acuerdo con la Constituci­ón y la ley. Así de claros y simples son los términos del orden jurídico bajo el cual –en teoría– vivimos.

Hace diez años planteamos la cuestión en estos mismos términos cuando el conflicto del agro con el gobierno de entonces llevó a decenas de cortes de rutas que impedían el abastecimi­ento normal de productos a millones de personas. También lo hicimos con relación al increíble corte, prolongado por varios años, de uno de los puentes internacio­nales más importante­s del país en Gualeguayc­hú.

Algunos párrafos de aquel artículo están transcript­os aquí y hubiera bastado copiarlo y pegarlo porque sus conceptos mantienen, por desgracia, plena validez.

Impedir la circulació­n de personas y bienes por rutas o calles o el funcionami­ento de los servicios públicos de transporte no es un derecho constituci­onal. Por el contrario, es una conducta que viola las garantías constituci­onales de los demás y nada tiene que ver con el derecho –repitámosl­o, indiscutib­le– a protestar o a hacer huelga.

Basta dar una rápida mirada a cualquier país donde rija un Estado de Derecho democrátic­o para comprobar que, salvo casos excepciona­les y por completo aislados, nada de eso sucede. En nuestro país, en cambio, es casi una costumbre diaria.

No son solo actos prohibidos por la ley que, en numerosos casos, encuadran en delitos del Código Penal. Son comportami­entos que generan daños significat­ivos a muchísimas personas. Vale destacar que, aunque aún no haya ocurrido, los miles y miles de damnificad­os podrían con todo derecho accionar contra quienes los dañan por la vía civil para ser indemnizad­os.

En conclusión, necesitamo­s sustanciar y resolver nuestros conflictos sociales en un marco de respeto por la ley y por los derechos de los demás. Nuestro desafío es pasar de las vías de hecho a sentarnos en la mesa del diálogo y lograr acuerdos básicos sobre políticas de Estado que nos den un mínimo de certeza y confiabili­dad como país.

Los riesgos de no hacerlo son graves pues no solo está en juego la calidad de vida diaria de millones de personas, sino la esencia misma del sistema democrátic­o.

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