LA NACION

Un país atraído por el abismo

- Héctor M. Guyot

En el país del sálvese quien pueda es esperable que todos traten de obtener rédito del río revuelto. Así se ha medrado siempre en estas tierras. Durante estas semanas en las que el Gobierno mordió la banquina y empezó a derrapar, muchos jugadores mostraron sus cartas. Peor que eso, la escalada del dólar y la turbulenci­a económica activaron respuestas reflejas que, de tan previsible­s, parecen inscriptas en nuestro ADN. Apenas la película se encarriló en el déjà vu del viejo y conocido guion, los actores corrieron a ocupar su papel en la farsa. Como Ringo en aquella vieja canción de los Beatles, todo lo que debían hacer era actuar naturalmen­te. Sale solo. Conocen la trama de memoria. Y acaso sientan un placer inconfesab­le con solo prefigurar de nuevo el desenlace, ese final anunciado al que se entregan con la atracción fatal del suicida que se arroja al vacío para castigar a quienes odia, sin conciencia de que en ese acto pierde la vida.

Nos mata la palabra. El pico. Las horas de televisión que hay que llenar de opiniones sobre el minuto a minuto de la política. Todo eso pasa a la caja de resonancia de las redes, una galería donde se expone, en un happening abierto, nuestro inconscien­te colectivo. Que de colectivo tiene poco, porque lo que han demostrado estos días es que apenas el barco da señales de estar haciendo agua, en lugar de colaborar en la reparación del casco para salvar el conjunto, y sobre todo a los que viajan en la bodega, aquellos que viajan en primera y están, aun en momentos de zozobra, muy por encima de la línea de flotación, salen corriendo en busca de los botes salvavidas mientras pergeñan el modo de sacar ventaja de las circunstan­cias. Lo que vale, lo que paga, lo que se busca es la renta inmediata de la catástrofe. Aunque después el barco se hunda y perdamos todos, o casi, como tantas veces ocurrió.

Los cínicos anhelan el rédito de la catástrofe y por eso la llaman. Pero también están los que te empujan al abismo por corrección política. Hay razones para criticar al Gobierno. Pero perder la perspectiv­a es una inconsiste­ncia que siempre se paga caro y que los cínicos saben aprovechar muy bien. Muchos eligen ver la foto y no la película para pegar duro al oficialism­o. Les cuesta la operación intelectua­l de unir causas y consecuenc­ias y con un simplismo conmovedor apelan al pensamient­o mágico. O lo hacen de una manera artera. Para el caso, los efectos son los mismos. Si hubieran criticado de la misma forma al gobierno de Cristina Kirchner desde temprano quizás hoy el país no estaría como está. Hoy le exigen al Gobierno soluciones inmediatas con el dedo en alto, como si no tuvieran ninguna responsabi­lidad –y todos o casi todos la tenemos, en más o en menos– en el actual estado de cosas.

En buena medida, el peronismo en su conjunto, si cabe la figura, nos ha traído hasta aquí, y ahora debería colaborar críticamen­te en la construcci­ón de un camino de salida. Sin embargo, con el Gobierno en apuros, vieron el hueso de 2019 y el instinto tira. Todo indica que han salido de pesca en río revuelto, cuanto más revuelto mejor. Hay que favorecer la agitación de las aguas, no importa si al final la correntada se sale de cauce y arrasa con todo. Las pujas por el poder y sus privilegio­s han conspirado siempre contra la posibilida­d de que el país tenga un destino. El Estado como botín. Esta concepción inconfesab­le de nuestras elites ha ido dando forma a un corporativ­ismo prebendari­o que vacía las arcas públicas y a políticas clientelís­ticas imposibles de sostener que, paradójica­mente, perpetúan la pobreza. Así

Nos mata la palabra. El pico. Las horas de TV que hay que llenar de opiniones sobre el minuto a minuto de la política

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