LA NACION

El peso que puede tener una lapicera

- Diana Wang

Cuando era chica había que llevar el tintero a la escuela. Los reyes le trajeron una lapicera fuente ¡venía con la tinta adentro! No veía la hora de que empezaran las clases para mostrársel­a a las chicas. Y fue tal cual lo había soñado. Con “¡uuuus!” y “¡aaaas!” y “¿me la prestás un cachito?”, hacían una rueda a su alrededor. Hasta la señorita se la pidió prestada para ver cómo andaba. Fue el centro del grado ese día.

Cuando llegó a su casa, después de almorzar, se dispuso a hacer los deberes. Trajo el portafolio­s, sacó el cuaderno de clase y la cartuchera y cuando la abrió no la vio. Volcó todo sobre la mesa y ahí estaban los lápices, la goma de lápiz y la de tinta, el transporta­dor, el compás y la reglita, un caramelo y dos figuritas con brillantin­a, pero la lapicera fuente no. Abrió el portafolio­s, sacó el manual, el libro de lectura, las hojas canson de dibujo, el cuaderno borrador, los secantes... y nada, no estaba. Dio vueltas el portafolio­s esperando que hubiera quedado trabada en algún rincón pero no, nada, no estaba. La lapicera fuente había desapareci­do.

No entendía nada porque estaba segura de que la había guardado en la cartuchera antes del último recreo. Se dijo: “Mi papá me va a matar”, porque le había recomendad­o expresamen­te que la cuidara mucho porque era muy valiosa. Y le había fallado. Fue corriendo y le contó a su mamá, llorando, desconsola­da. Por suerte ella le tuvo lástima y no la retó. La abrazó y le dijo que lo iba a convencer al papá para que no la castigara esa noche. Y así fue.

Lo esperó en la puerta antes de que entrara, le dijo lo que había pasado y le pidió que no fuera severo con la nena. A los nueve años uno no tiene claras las dimensione­s de lo que pasa, y la chiquita estaba aterrada temiendo un reto y un castigo ejemplares. El papá la miró fijamente y le preguntó qué había pasado. Conteniend­o el aire, le contó paso a paso todo, pero no supo explicar por qué la lapicera fuente no estaba en la cartuchera, donde la había guardado. “¿Seguro?”, le preguntó el padre. “Sí”, le dijo, “y todavía me acuerdo de que la enrollé en un papel glacé de color celeste para que no se rayara y de que Nilda, mi compañera de banco, se rió de mí por eso”.

Hace unos días fue con su nieta Sol al shopping. Le había pedido que la acompañara a elegirse zapatos con el dinero que le habían regalado en su cumpleaños. Consiguier­on unos preciosos y, cuando salieron al pasillo central, escuchó una voz que le decía tímidament­e: “¿Martínez?”, y vio delante de ella a una mujer que no alcanzó a reconocer. “Soy Blasco, la que se sentaba en la fila de atrás en la escuela”, y ahí sí, se dio cuenta de quién era. Se cruzaron saludos y trayectori­as respondien­do a “qué hicimos, si nos casamos, hijos, nietos, la vida”. Y eso fue todo, no había más, era un eco del pasado, ya no eran más las que habían sido entonces. Se saludaron cariñosame­nte y cada una siguió su camino. No alcanzó a dar cuatro pasos cuando oyó: “Martínez…”. Se volvió y antes de seguir caminando con rapidez en dirección contraria, Blasco, bajando los ojos, le dijo: “Fui yo. La lapicera me la llevé yo”.

Su nieta tenía los mismos nueve años que tenían ellas entonces, nueve años que de pronto volvieron con la fuerza de un chaparrón sorpresivo. Sesenta años después, había olvidado su lapicera fuente desapareci­da. Blasco no. Blasco se la había llevado y la había tenido encima todo el tiempo hasta que por fin se la pudo devolver.

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