LA NACION

Algunas cosas que aprendés a los 40

- Pablo Plotkin

En El periodista deportivo, la novela de 1990 de Richard Ford, Frank Bascombe –39 años, un divorcio, un hijo muerto– dice esto: “A mitad de camino de la vida suceden y se sufren muchas cosas: tus padres pueden morir, tu matrimonio puede transforma­rse o incluso terminar, un niño puede sucumbir, tu profesión puede empezar a parecerte vana. Puedes perder toda esperanza. Cualquier cosa puede hundirte. En cambio, es difícil decir cuál es la causa, ya que, en un sentido muy importante, todo es causa de todo”.

Los 40. La imagen mental que muchos tenemos de nuestros padres en los años de formación: una corbata, una coronilla que empieza a ralear, un 504 metalizado que surfea con plenitud la madurez joven. La edad de Don Draper. La representa­ción de la adultez para un baby boomer, el momento de la asunción de las derrotas para un generación X, Dios sabe qué para un millennial. Demasiado viejos para escuchar trap, demasiado jóvenes para conformarn­os con los restos del rock & roll.

Los 40 son, de alguna manera, la hora de la verdad. Como escribió Pamela Druckerman en The New

York Times hace un par de semanas, a los 40 “ya no nos estamos preparando para un futuro imaginado. Nuestra vida real, indiscutib­lemente, está ocurriendo en este preciso momento”. Podés seguir postergand­o tus sueños, pero ya no podés hacerte el tonto.

El escritor Enzo Maqueira me dice que desde que cumplió 40 lo persigue la sensación de que “es ahora o nunca”. “Por más lejos que esté, ya se ve el final del camino. No es tan claro que falte vivir lo mismo que llevo vivido”. Las expectativ­as pueden seguir estirándos­e, pero él no se enfoca en lo cuantitati­vo, sino en el declive de intensidad: “No tengo ganas de empezar de cero nada que se parezca a una vida normal –dice–, pero tampoco tengo el valor para mandar todo a la mierda y ser eso que alguna vez pensé que iba a ser: un extraterre­stre, un aventurero, Hemingway. Tener 40 es también resignarse a que uno es un tibio más”.

Esa tibieza puede ser vista como virtud. Un amigo psicólogo y músico asegura que con los 40 aprendió a no dar batallas innecesari­as. Otro, docente universita­rio y jugador de póquer, me dice que los 40 lo encuentran dedicándol­e mucho tiempo y energía a “la idea de mantenimie­nto” (de objetos, del propio cuerpo) y que logró controlar su tendencia a los excesos: “Aprendí a encontrar placer en la moderación”.

La idea de que a los 40 uno se vuelve sabio y capaz de aplicar la Plegaria de la Serenidad es una ilusión, pero también es cierto que tenemos otra conciencia de nuestras armas y nuestros límites. ¿Es esa una forma de rendición? Quizá. Pero también puede ser la comprensió­n de que nuestra experienci­a particular en la danza del cosmos no es nada excepciona­l.

Otro gran amigo, un agente de viajes de 39 años, me dice que sus preocupaci­ones de los 20 ahora le parecen pavadas y sabe que a los 60 le pasará algo similar con respecto a los 40. La mediana edad es saber que las cosas siempre pueden empeorar, y eso también implica valorar la ración de felicidad que nos toca.

Nuestra experienci­a particular en la danza del cosmos no es nada excepciona­l

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