Una votación crucial, política y socialmente
En la serie Veep, la vicepresidenta Selina Meyer, interpretada por Julia Louisdreyfus, lanza una frase a la posteridad: “Si los hombres se embarazaran, podrías hacerte un aborto en un cajero automático”.
Entre todas las razones que pueden invocarse para legalizar el aborto, la más urgente es la cantidad de muertes que provoca la clandestinidad, pero también hay razones vinculadas a la libertad y la noción de justicia: si se aprueba la despenalización, las mujeres podrán decidir si quieren continuar o no con un embarazo. Exactamente como sucede ahora, solo que lo harán con la ley de su lado, y de manera segura.
Muchos de los que se oponen a la reforma sostienen que un aborto implica decidir sobre la vida de alguien que no puede elegir. Como si un embrión tuviera, en algún caso, esa posibilidad. Nadie decide venir a este mundo, nadie decide cuándo ni cómo hacerlo. Toda discusión filosófica o científica sobre el origen de la vida es válida, pero inconducente en el marco de un debate legislativo relacionado con la salud pública: la concepción humana está atada a circunstancias, experiencias y voluntades que van transformándose con el tiempo y los procesos culturales.
Tomemos el campo de la reproducción asistida. Como escribió en este diario la especialista en bioética Florencia Luna, en los tratamientos de fertilización se aplica lo que en la jerga médica se define como “reducción embrionaria”, que consiste en eliminar embriones implantados y en gestación, dejar uno o dos ilesos y así lograr que el embarazo llegue a término. Esos “abortos selectivos” evidencian la zona gris de la reglamentación y proyectan la moral de doble vara de la que habla Luna, una contradicción ligada al mandato social alrededor de la maternidad. En un tratamiento de fertilización, la mujer está persiguiendo el deseo de ser madre, lo cual es visto como algo loable y digno de simpatía. En un aborto, la mujer está rechazando su destino “natural”, y una parte significativa de la sociedad aún no tolera esa idea.
Por fuera de los aspectos religiosos o genéticos, en el fondo se da una lógica institucional difícil de sostener: el Estado fracasa en aplicar leyes de educación sexual y salud reproductiva, y luego criminaliza a mujeres –en muchos casos menores de edad, muchas veces pobres– que optan por interrumpir un embarazo que no planearon, entre otras causas porque no tuvieron las herramientas que debería haberles provisto ese mismo Estado.
La votación parlamentaria será crucial en términos políticos y sociales. Sin embargo, como señala la ensayista Laura Klein, “el problema del aborto no se termina con la legalización”, porque es un trance que nadie elegiría afrontar. Se trata de descriminalizar la decisión que una mujer toma sobre su cuerpo. “Lo que se va a dirimir no es cómo se define ni cuándo comienza la vida humana, sino si una mujer embarazada puede decidir o no tener un hijo sin que esto la convierta en una criminal”, dijo Klein en su ponencia en el Congreso. “Y al tomar esta decisión [los diputados y senadores] van a estar solos. Solos como una mujer que decide abortar”.
Al tomar la decisión, los diputados y los senadores van a estar solos