LA NACION

fábula populista, una grieta entre hormigas y cigarras.

Hueco de ideas y vacío de ideales, el populismo es un manual de promesas incumplibl­es y ofertas inalcanzab­les para lograr el favor de todos y todas

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Hueco de ideas, el populismo es un manual de promesas incumplibl­es y ofertas inalcanzab­les.

En el pasado, la fábula de Lafontaine destacaba el mérito del esfuerzo sobre la indolencia para progresar en la vida. Esta verdad se cimentaba en siglos de experienci­a humana, pues la misma alegoría fue tomada de Esopo, en la antigua Grecia. En la argentina, simbolizó las virtudes del inmigrante, quien llegó a nuestro suelo partiendo de la nada, construyen­do futuro con sus manos, sin apoyo de bancos estatales, ni de alquimias oficiales. El ahorro sobre el gasto; la previsión sobre el dispendio; el largo plazo sobre el corto; lo duradero sobre lo efímero; hijos y nietos sobre todo lo demás.

con el tiempo, la interpreta­ción varió y la fábula entró en decadencia posmoderna. Para unos, la hormiga debía ayudar a la cantante, privilegia­ndo la solidarida­d sobre la contabilid­ad. Para otros, la cultura mercantil de la hormiga es despreciab­le, frente a la auténtica vocación de la cigarra.

Hasta allí las distintas opiniones sobre la parábola y su moraleja. Sin embargo, cabe preguntars­e qué ocurriría si toda la sociedad se dedicase al canto, incluyendo las hormigas. O bien, si estas llevasen sus hormiguero­s al exterior. El populismo nos ha dado la respuesta.

Las personas tienden a privilegia­r su bienestar sobre el provecho de los demás, mal que nos pese. Muchas revolucion­es se han hecho para intentar la “reeducació­n” igualitari­a y suprimir el egoísmo burgués en campos de concentrac­ión, como los gulags soviéticos o el sistema Laogai en china. ninguno de ellos logró torcer la naturaleza humana.

a diferencia de las abejas (o de las hormigas), las personas buscan horizontes fuera de la colmena, pues son reacias a las rutinas disciplina­rias. Más allá de la familia y la amistad, la colaboraci­ón tiene bases frágiles, siempre expuesta al instinto disociador para maximizar beneficios y minimizar costos. Eso motiva la existencia del Estado: un poco de orden, con reglas de juego que induzcan quehaceres constructi­vos para que la cigarra y la hormiga armonicen el ahorro con el canto.

Las normas hacen previsible el futuro colectivo: los contratos se cumplen, los daños se reparan, los delitos se castigan. Pero en ausencia de capital social, son letra muerta: el futuro se esfuma y el presente se incendia en la hoguera de la superviven­cia. La hormiga y la cigarra se enfrentan y una grieta las separa.

El capital social se construye con muchos años de educación y buenos ejemplos. cuando falta cohesión entre vecinos, la tentación populista es irresistib­le pues no existen diques espontáneo­s para contenerla. La seducción de lo inmediato y lo gratuito se propaga sin dificultad en una sociedad invertebra­da. Entre el barullo cotidiano y la inclinació­n irracional por las soluciones mágicas, el populismo puede hacer estragos. Salvo el intento extravagan­te de Ernesto Laclau y chantal Mouffe por darle categoría académica, el populismo es un abanico de patrañas para lograr el poder con banderas oportunist­as, en desmedro de la sustentabi­lidad del conjunto. Puede ser de izquierda o de derecha, nacionalis­ta o secesionis­ta, xenófobo o cosmopolit­a, aunque siempre “antisistem­a” y contrario a los valores perdurable­s de la democracia liberal.

Hueco de ideas, vacío de ideales, es un manual de promesas incumplibl­es y ofertas inalcanzab­les, para lograr el favor de todos y de todas. En su afán de sustituir principios por consignas, corre los límites de la moral, de la ética del esfuerzo y el trabajo, del respeto por el prójimo y del pacto de convivenci­a.

En la argentina hemos acumulado 75 años de experienci­a desde aquel infausto 4 de junio de 1943, cuando un golpe militar impuso, por vez primera, el sello indeleble del populismo que perdura hasta nuestros días: la inflación, el impuesto fraudulent­o que quita al pobre para darle al rico.

En los primeros cuarenta años, oscilamos desde el fascismo hasta el marxismo, incluyendo la lucha armada que culminó con una dictadura militar, también populista. En democracia, hemos tenido un populismo benévolo, sin vocación de serlo; confiado en la ética solidaria para satisfacer las necesidade­s colectivas. Que habló con el corazón y le respondier­on con el bolsillo. También vivimos un populismo perverso, que también habló al corazón, para llenar sus bolsillos desvalijan­do a un público embotado con el relato y el Fútbol para Todos y descuidado de su billetera.

El populismo es siempre una trampa para la gente buena; es un engaño para las familias que duermen plácidas en un vuelo mortal, creyendo que el piloto cuidará de ellas. Es un juego maligno que deja probar mieles que jamás se podrán conservar.

cuando se ha destruido el capital social, es muy difícil revertir las expectativ­as así creadas: se generan vicios y hábitos, se incorporan beneficios, se abren horizontes, que no son sostenible­s en el tiempo. Se compran artefactos que no se podrán mantener, asumido cuotas que no se podrán pagar, tomado créditos que no se podrán devolver, aceptado compromiso­s que no se podrán honrar. al eliminar del presupuest­o familiar las tarifas de luz y de gas, el gasto del colectivo o el boleto del subte o del tren, el populismo ocupó esos ahorros con otros bienes, que fueron incorporad­os a la vida diaria como caídos del cielo. Y la misma gente buena, cuando debe dar marcha atrás para renunciar a esas expectativ­as, esos hábitos o esos beneficios, muestra lo peor del ser humano, volviendo al rústico “estado de naturaleza” hobbesiano: huelgas, furia, marchas y cacerolazo­s.

El populismo crea un círculo vicioso de pobreza y desempleo, pues inhibe la inversión productiva, única fuente genuina de trabajo y prosperida­d. La hormiga ya no quiere trabajar, sino cantar, y la cigarra no quiere cantar, sino vagar. En la argentina, durante el populismo perverso, cayó la producción de gas y petróleo al manipulars­e sus valores; el suministro de energía, por la congelació­n tarifaria, y la cría de ganado, la producción de leche o la siembra de trigo, cuando se dijo defender la mesa de los argentinos.

El buen gobierno debe conciliar las necesidade­s del corto plazo con las previsione­s para el futuro. Debe educar para reconstrui­r el capital social. Dar ejemplo, para restaurar la confianza. Habrá entonces armonía entre las familias, perspectiv­as para los hijos, protección para los abuelos y horizonte para los nietos. Las cigarras, además de cantar, aportarán al esfuerzo colectivo. Y las hormigas, además de trabajar, aprenderán de las cigarras que no todo en la vida es ahorrar.

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