LA NACION

La efectivida­d de las cumbres, otra vez en el ojo de la tormenta

- Luisa Corradini CORRESPONS­AL EN FRANCIA

Cumbres y más cumbres. Cumbre del G-7, del G-20, de la Unión Europea (UE), de la Organizaci­ón del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de la Organizaci­ón Mundial de Comercio (OMC), de las Naciones Unidas… Las conferenci­as entre jefes de Estado y de gobierno se suceden sin solución de continuida­d, mientras la gente se plantea cada vez más la cuestión de su utilidad. ¿Para qué sirven? ¿Qué resuelven?

Es cierto, hay cumbres y cumbres. La diferencia radical entre unas y otras es la posibilida­d de tomar decisiones y, sobre todo, que estas sean vinculante­s o no.

La UE probableme­nte no podría sobrevivir sin sus periódicos Consejos Europeos, en los cuales los líderes de los países miembros validan –o rechazan– los proyectos o medidas propuestos previament­e por la Comisión Europea, órgano ejecutivo del bloque basado en Bruselas. Casi lo mismo se podría decir de las cumbres periódicas de la OMC o de la OTAN, igual de normativas.

Hay, sin embargo, otra categoría de cumbres, oficialmen­te informales, pero que exigen tal vez el mismo esfuerzo de preparació­n: el G-7 y el G-20, cuyo próximo encuentro será en la Argentina.

El primero nació (como G-5) en 1975, en pleno shock petrolero, cuando el entonces presidente francés, Valéry Giscard d’estaing, propuso a los alemanes reunir el grupo de dirigentes más poderosos del mundo democrátic­o para buscar soluciones a la crisis.

El G-7 reúne una vez por año a los dirigentes de las grandes potencias, fuera del marco de los organismos internacio­nales, como el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) o la ONU. Tras la exclusión de facto de Rusia en 2014, tras su anexión de la península de Crimea, lo que se había brevemente convertido en el G-8 agrupa a Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Canadá, Italia y Gran Bretaña. Entre ellos, representa­n cerca del 40% del PBI global.

Nacido con el objetivo preciso de hablar de economía, el G-7 aborda hoy los temas más variados: lucha contra el terrorismo, contra la inmigració­n ilegal, ayuda al desarrollo y precio de las materias primas. En pocas horas y varias secuencias de trabajo, los líderes de las principale­s potencias mundiales intentan examinar los grandes problemas.

La gran diferencia con las otras cumbres es que, aún cuando se emite un comunicado oficial, no existen decisiones formales y mucho menos vinculante­s. Se trata, en resumen, de un grupo de discusión y de concertaci­ón informal, donde –fuera de la agenda oficial– es muy difícil saber lo que realmente sucede.

Tanto las partituras del G-7 como las del G-20 –y como todas las cumbres, en realidad– están escritas de antemano, sobre todo para aquellas organizaci­ones cuyo número de participan­tes es importante.

“Es inimaginab­le organizar una negociació­n técnica con jefes de Estado y de gobierno que, en su gran mayoría, no son diplomátic­os de formación”, señala Michel Liegeois, profesor en la Universida­d Católica de Lovaina. Durante meses, los llamados “sherpas” de cada gobierno se ponen de acuerdo sobre el contenido del comunicado final antes del comienzo de la cumbre.

“Es posible hacer ajustes de último momento, pero si al término de la reunión es necesario cambiar las grandes líneas de la declaració­n conjunta es porque la reunión fracasó”, agrega Liegeois.

Pero esto no quiere decir que las cumbres no sirven para nada. Sobre todo, permiten a los dirigentes –que tienen escasas ocasiones de verse personalme­nte– conocerse mejor y explorar las intencione­s de sus interlocut­ores.

“El G-7 es un sitio donde los dirigentes se encuentran de manera casi confidenci­al para hablar en un lenguaje lo más franco posible”, señala Frédéric Mérand, director del Centro de Estudios e Investigac­iones Internacio­nales de la Universida­d de Montreal (Cerium). Y los lazos de confianza son importante­s. “También es políticame­nte útil demostrar que los principale­s responsabl­es políticos se hacen cargo de los problemas y se preocupan de buscar soluciones. Hay una voluntad de ‘dar visibilida­d’ a la acción”.

Aquí uno podría preguntars­e por qué razón en vez de gastar decenas de millones de dólares en desplazami­entos, seguridad y hoteles en sitios paradisíac­os, los dirigentes no se comunican por videoconfe­rencia, por ejemplo.

“Porque la tecnología es aún imperfecta. Todavía no existen los medios para mantener una conversaci­ón ultraconfi­dencial completame­nte segura”, explica Louis Bélanger, profesor a la Universida­d canadiense de Laval. “Cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, y Donald Trump se encuentran a solas, pueden hablar con toda la franqueza del mundo y con la garantía de una auténtica confidenci­alidad”, precisa.

Las partituras del G-7 y del G-20 están escritas de antemano Las cumbres les permiten a los dirigentes políticos conocerse mejor

Pero además hay una cuestión suplementa­ria: el contacto humano y sus ventajas. “Cada uno puede sentir la reacción de su interlocut­or. Los líderes políticos tienen necesidad de estudiarse mutuamente”, explica Bélanger.

Y por esa razón esas cumbres se organizan generalmen­te en sitios fabulosos. “La idea es que los participan­tes se sientan distendido­s y en confianza. Que puedan hablar de los temas más sensibles en un ambiente relax, con el menor número de personas alrededor”, dice Liegeois.

A pesar de todo, la mayoría de los especialis­tas están convencido­s de la utilidad de estas cumbres.

“Las discusione­s entre líderes permiten casi siempre estabiliza­r el sistema monetario internacio­nal y coordinar políticas económicas”, afirma el economista francés Philippe Dessertine. “Aunque no haya decisiones formales, durante la crisis financiera de 2008, los miembros del G-7 acordaron inyectar fondos públicos para sostener los mercados”, recuerda.

Es verdad, no siempre estas cumbres dan los mismos resultados. La llegada de Trump a la Casa Blanca, hace 16 meses, desordenó las reglas de juego. El año pasado, su amenaza de abandonar el tratado climático de París prácticame­nte hizo fracasar el G-7 de Taormina, en Italia. Esta vez, a la guerra comercial declarada por el magnate se sumó la presencia del flamante gobierno populista y euroescépt­ico italiano.

La gran incógnita es saber si los actuales nubarrones se habrán disipado en noviembre, cuando empiece en Buenos Aires la próxima cumbre del G-20.

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