LA NACION

Talleres de escritura. La vigencia de una tradición argentina que no se rinde

Nacieron en la década del 70 y pasan ahora por su mejor momento; tras la estela de Abelardo Castillo y Heker, los nuevos “maestros” tienen lista de espera

- India Molina

Están sentados alrededor de una mesa. Algunos ofrecen galletitas, budín, frutas secas. Otro pregunta si el agua del termo está caliente y alguien se sirve el primer té mientras el grupo intercambi­a bromas sutiles. La dinámica es similar: entre 8 y 15 personas se reúnen, leen sus textos en voz alta y se hacen devolucion­es. Ese es el secreto: la mirada de los otros sobre el texto. Cuando llega la palabra del coordinado­r del taller, todos callan. Es el turno del maestro que guía, abre, apasiona. Parece una buena temporada para los talleres de escritura que se dictan en Buenos Aires si se tiene en cuenta la cantidad de escritores que coordinan su propio taller y el número de alumnos que tiene cada uno.

Maestros de la escritura, el libro de Liliana Villanueva publicado por Ediciones Godot, explica los orígenes de los talleres literarios en el Río de la Plata, que datan de la década del 70 cuando, durante la dictadura, las charlas literarias tuvieron que mudarse de los cafés al interior de los departamen­tos. Del bar a la casa, autores como Abelardo Castillo primero, y su discípula Liliana Heker después, mudaron la tertulia de escenario y encontraro­n, en esa apuesta, un medio de subsistenc­ia. Un trabajo.

Los “maestros” de Villanueva son Castillo, Laiseca y Heker; Mario Levrero y María Ester Gilio, de Uruguay, y Hebe Uhart, Alicia Steimberg y Leila Guerriero.

Algunos de esos nombres permanecen pero se sumaron nuevos. ¿Quiénes son hoy esos grandes maestros? ¿Cómo enseñan? Para asistir a los talleres de autores consagrado­s no hay un canon; algunos toman entrevista­s individual­es o solicitan a los aspirantes un texto de su autoría. Otros abren la puerta a cualquiera que esté interesado, pero todos coinciden en algo: tienen lista de espera. Hebe Uhart, que coordina talleres hace 30 años, se sorprende ante la demanda: “Tengo alumnos tres veces por semana, de entre 6 y 8 personas. Ya no puedo manejar grupos más grandes, por eso tengo lista de espera”. Una dinámica similar tiene Liliana Heker, que este año cumple 40 ininterrum­pidos. “El taller es una actividad que me apasiona –dice Heker a la nacion–.trabajo con los textos que cada uno trae, no doy consignas”.

Selva Almada, autora de El viento que arrasa (Mardulce, 2012), fue discípula de Laiseca durante 15 años y coordina talleres hace diez. Almada, que tiene dos grupos en la semana y otro por Skype con asistentes del interior, cuenta que tomó de su maestro el modo de corregir los textos: “Aplico la pedagogía del amor, como decía Laiseca. Al principio solo marco las virtudes y, recién cuando hay confianza, los errores”. Otro que comenzó hace diez años con sus talleres –luego de pasar por los de Castillo y Heker– fue Pablo Ramos: llegó a tener tres grupos por semana, de doce participan­tes. Abocado a otros proyectos hoy elige concentrar­los en uno solo de quince personas y avisa a que, de tener la nacion vacantes, “cualquiera puede venir a mi taller, no es necesario que quiera ser escritor”.

Por su parte, Santiago Llach también tiene sus talleres como “actividad laboral principal”. Sus cursos son, junto con los de Virginia Cosin y Natalia Rozemblum, de los más codiciados. Llach comenzó en el año 2000 y actualment­e tiene quince grupos de entre seis y diez personas. Él sí da consigna a quien necesite un puntapié o un disparador para escribir, pero también hace tutoría de obra. “Dar talleres me obliga a pensar todo el tiempo el tema de la escritura y, por lo tanto, mi escritura es bastante autorrefle­xiva”, dice. En todos los casos, el origen del taller parece ser el mismo. Laiseca ya se lo había dicho a Villanueva: “El taller arranca por motivos mercenario­s y después crece y crece”.

Cuando hace tres años Fabián Casas decidió dejar de trabajar en periodismo, abrió su primer taller; hoy coordina cuatro grupos semanales en los que “leemos poesía, ensayo, cine, guiones, canciones, depilación a la cera negra”, ironiza. Después se pone más serio: “Doy teoría de lo que esté leyendo o trabajo sobre lo que escriben mis compañeros. A mi taller puede venir cualquiera que no busque elogios”. También hace tres años, Guillermo Martínez había dejado de dar clases en la universida­d y extrañaba ese ida y vuelta enriqueced­or. Entonces armó dos grupos con “gente que está terminando su novela o cuentos. Vienen porque necesitan ese espacio de lectura crítica, de pulido”.

Cuando el encuentro termina todos salen modificado­s. En general a los textos hay que reescribir­los, quitarles adjetivos o arrancar por otro párrafo, pero es un texto que creció, que tomó forma, que mejoró su estructura en el intercambi­o entre compañeros y quien coordina. ¿Y qué le pasa al maestro con el taller? Aprende él también. Ya lo decía Laiseca: “Sin mis chicos yo ya hubiera estado perdido. El maestro forma discípulos, pero todo el mundo olvida que los discípulos han formado al maestro. Y esa es una verdad grande como un templo”. El templo de la escritura, de la palabra precisa, de la edición justa.

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