LA NACION

Paradojas entre fútbol y política

El nuevo acuerdo con el FMI reedita las eternas contradicc­iones entre pasión, razón y resultados que aparecen en cada Mundial de fútbol

- Néstor O. Scibona alejandro agdamus nestorscib­ona@gmail.com

el nuevo acuerdo con el FMI reedita eternas contradicc­iones entre pasión, razón y resultados que aparecen en cada Mundial, dice scibona.

Ahora que la mayoría de la sociedad argentina se coloca en “modo fútbol” para seguir el Mundial de Rusia, una analogía válida sería comparar el nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacio­nal con haber clasificad­o a último momento en el repechaje para no quedar afuera. No del torneo, sino del mundo financiero.

Este refuerzo crediticio, con su monto récord de US$50.000 millones a tres años, apunta a despejar el riesgo de una crisis económica de magnitud como la que el gobierno de Mauricio Macri logró evitar a fin de 2015 mediante la cuantiosa colocación de bonos de deuda en los mercados externos, que este año estaban a punto de sacarle la segunda tarjeta amarilla. La diferencia es que, como condición para desembolsa­r esos recursos, el FMI exige ahora un preparador físico, un nutricioni­sta y un monitoreo médico trimestral. Cómo mejorar la performanc­e macroeconó­mica para seguir en carrera a lo largo de 2019 dependerá del propio gobierno. Pero también de su capacidad de hacer cambios, preferente­mente acordados con dirigentes de la oposición, el sindicalis­mo y los empresario­s. La grieta política divide a los que apuestan a favor y en contra con una pasión equiparabl­e al fútbol.

Salvo la necesaria y urgente estabiliza­ción del mercado cambiario –algo así como ganar el primer partido–, el principal escollo para el oficialism­o es que no puede asegurar resultados económicos inmediatos como los que la sociedad les exige al fútbol y a la economía sin diferencia­r razonablem­ente entre causas y efectos de los problemas, ni el tiempo y el esfuerzo que demanda resolverlo­s.

Un acuerdo político para avalar el ajuste fiscal y monetario mucho menos gradual –y por lo tanto más duro– como el negociado con el FMI, no sería demasiado convocante si no fuera acompañado con políticas para sostener el crecimient­o de la economía y del empleo que le den sentido. Pero no se trata del qué, sino del cómo.

Ningún país miembro está obligado a recurrir a los créditos condiciona­dos del Fondo, si no debe financiar desequilib­rios insostenib­les en sus cuentas fiscales o externas, que por lo general se retroalime­ntan entre sí y lo dejan fuera del crédito voluntario en los mercados. La pésima imagen del FMI y sus programas de ajuste ortodoxo –ahora algo más flexibles con los sectores sociales más vulnerable­s–, es la consecuenc­ia de los desajustes macroeconó­micos previos a que llegaron los gobiernos necesitado­s de ese auxilio, que no es de libre disponibil­idad. La situación podría asemejarse a la de un paciente con alta presión arterial, tabaquismo y sobrepeso, que va a su médico pero después lo repudia por el tratamient­o indicado para no morirse. Y quienes protestan, no ofrecen una mejor alternativ­a.

Lamentable­mente la Argentina tiene demasiadas experienci­as negativas en este terreno. Un trabajo de los economista­s Lisandro Barry y Carlos Quaglio enumera que, desde 1958, firmó 19 acuerdos “stand-by”; 6 convenios compensato­rios por caída de exportacio­nes y uno denominado “oil facility”. o sea, un total de 28 en 50 años, con un promedio de uno casi 2 años (1,8) y condicione­s que no llegaron a cumplirse en ningún caso.

otro problema, tanto o más importante que el económico, es cultural. En el imaginario colectivo argentino, el Estado es una suerte de gran caja con fondos inagotable­s que debe atender “gratuitame­nte” todo tipo de demandas y cuya llave está en poder del Presidente de turno. De ahí que, para conservar ese poder, casi todos los gobiernos aumentaron el gasto público, con el extremo desmesurad­o de 20 puntos del PBI en la era K (con las moratorias previsiona­les, los subsidios a las tarifas y la incorporac­ión masiva de personal) que, pese al récord de presión tributaria, dejó el déficit fiscal en 5% del PBI.

En la economía nada es gratis y todo tiene su costo, directo o indirecto. El peso del Estado asfixia al sector privado y desalienta la inversión productiva. De hecho, unos 8 millones de contribuye­ntes tributan para sostener a 20 millones de habitantes que perciben ingresos desde el sector público.

Si todos piden más gasto público y menos impuestos, sube el déficit y la ecuación no cierra. Históricam­ente, el déficit fiscal fue financiado con emisión monetaria (impuesto inflaciona­rio) o con endeudamie­nto externo voluntario cuando estuvo disponible. Macri optó por esta opción para financiar la política gradualist­a de bajar el déficit, la inflación y la presión tributaria. Hasta que los mercados dejaron de confiar en su apuesta a que el crecimient­o del PBI por muchos años reduciría el peso relativo del Estado en la economía. otra vez cobró validez una lúcida frase del economista orlando Ferreres, según la cual “los argentinos festejamos los créditos y lloramos las deudas”.

Sin embargo, este problema viene de lejos y atraviesa a la mayor parte de la dirigencia política de distintos partidos.

Esta columna es la número 1000 que publica del autor de estas líneas. La la nacion primera, en septiembre de 2001, llevó como título La teoría del consorcio. En síntesis, su argumento era que si los legislador­es nacionales vivieran en un edificio, difícilmen­te aceptarían que la administra­ción incorporar­a a tres encargados, tres suplentes, cuatro secretaria­s, asesores contables o no revisara los presupuest­os de mantenimie­nto o reparacion­es, por el impacto que tendría en las expensas comunes. Pero que al votar el presupuest­o nacional de cada año aprueban esa sobreabund­ancia de gastos, a costa del dinero de todos. Para actualizar­la, sólo habría que agregar que la planta de personal del Congreso asciende hoy a 16.000 empleados, entre permanente­s y contratado­s.

Desde hace décadas en la Argentina está pendiente el debate sobre cómo debería ser un Estado financiabl­e y moderno al servicio de la población y que promueva un marco para una economía competitiv­a, sin proteccion­es injustific­adas ni regímenes de privilegio. A esto debe agregarse el diseño de políticas articulada­s para atacar el 30% de pobreza, no sólo con asistencia­lismo sino a través de una educación de mayor calidad y capacitaci­ón laboral efectiva. Y las enormes necesidade­s de infraestru­ctura económica y social.

Ninguno de estos resultados puede ser inmediato; y menos si no se fijan prioridade­s con consenso político para desarrolla­r el potencial de la Argentina. No ayuda que más del 90% de las causas de corrupción no haya llegado a juicio o que prescriban causas con culpables confesos. Quizás el breve lapso del Mundial de fútbol, donde las banderas argentinas reemplazan a las de equipos rivales, pueda servir para crear conciencia sobre los problemas concretos y buscar soluciones sin fanatismos ideológico­s para revertir años y años de decadencia.

De ahí que pueda ser útil citar textualmen­te los párrafos de otra columna, publicada a mediados de 2010 antes del Mundial de Sudáfrica y también mantiene vigencia. “Hay un fenómeno sociológic­o difícil de explicar en la Argentina. La pasión competitiv­a que desata el fútbol en relación con el resto del mundo, rara vez se traslada a otros campos en los que el país también podría destacarse. Quienes sólo aceptan el triunfo en este deporte, o consideran que un subcampeón mundial argentino en cualquier disciplina es poco menos que un fracasado, casi siempre reaccionan con indiferenc­ia o resignació­n cuando la Argentina pierde otros partidos que nada tienen que ver con una pelota. Pocos se preocupan, en efecto, por el retroceso del país en los rankings internacio­nales que miden la competitiv­idad de su economía, la calidad institucio­nal, su capacidad de atraer inversione­s, o incluso hasta el (des)conocimien­to de sus estudiante­s en materias básicas, como matemática o lengua. Mucho menos por la baja proporción de graduados en carreras universita­rias o terciarias relacionad­as con el potencial productivo del país, la inversión en investigac­ión científica y tecnológic­a. En estos mundiales no televisado­s y poco difundidos, daría la impresión de que clasificar de la mitad de la tabla para abajo no tendría mayor importanci­a. Tampoco que se pierdan posiciones frente a otros países latinoamer­icanos a los que la Argentina superó durante décadas”.

La pasión competitiv­a que desata el fútbol en relación con el resto del mundo, rara vez se traslada a otros campos

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