LA NACION

La alegría Una emoción jaqueada por la urgencia y la incertidum­bre

Los tiempos de grandes cambios favorecen los sentimient­os negativos, como el miedo y la ira, y relegan esos ratos gratuitos de felicidad

- Héctor M. Guyot

La alegría no tiene entidad física ni forma. No podemos tocarla. Es una experienci­a subjetiva intransfer­ible. ¿Cómo escribir sobre ella sin reducirla a una idea? Hemingway tenía una receta: decía que para conjurar un sentimient­o en la página había que describir los hechos concretos que lo provocaron. En un cuento célebre, Katherine Mansfield optó por narrar el modo en que se expresa. Así se ve la alegría en acción: A pesar de que Bertha Young tenía 30 años, había momentos, como aquel, en que sentía vivos deseos de correr en vez de andar, de subir y bajar de la acera al pavimento con saltitos graciosos, de hacer rodar un aro, de arrojar algo por los aires y atraparlo de nuevo, o bien de quedarse quieta, riendo… de nada, sencillame­nte riéndose. ¿Qué se puede hacer cuando se tienen 30 años y, de pronto, al dar vuelta la esquina, llega la felicidad, la felicidad absoluta y total, como un golpe de viento, como un ramalazo, y es como haberse tragado un pedazo del radiante sol de la tarde que quema en el pecho e irradia una lluvia de chispas sobre cada partícula del cuerpo, cada dedo y cada uña?

La alegría es una emoción. Y la emoción es movimiento, impulso. Ambas palabras, emoción y movimiento, provienen de la misma raíz latina, emotio. Mansfield parece haberlo intuido al correr de su prosa. Pero no solo eso: se las arregló además para describir la sensación física que según la ciencia despierta la alegría. “A diferencia de lo que pasa con otras emociones básicas como el miedo o la tristeza, que se sienten principalm­ente en el pecho, la alegría, asociada a la felicidad, provoca sensacione­s de activación a lo largo de todo el cuerpo”, dice el neurocient­ífico Facundo Manes. En cada dedo y cada uña.

En esto, el hombre de las cavernas está más cerca de nosotros de lo que creemos. Las emociones nos acompañan en la aventura evolutiva desde los tiempos en que andábamos semidesnud­os y con el as de bastos en la mano. Su función esencial es ayudarnos a hacer frente a las demandas del entorno. “Los humanos nacemos programado­s con una serie de emociones básicas y universale­s, que nos empujan a buscar o evitar determinad­os estímulos y comportami­entos. La única que no es neutra ni negativa es la alegría, una emoción positiva en la que queremos refugiarno­s, deleitarno­s, instalarno­s. Pero no podemos. El subidón químico de la alegría se disuelve muy pronto y nos vemos obligados a seguir buscándola”, dice la española Elsa Punset, licenciada en Filosofía y Letras y máster en Humanidade­s por la Universida­d de oxford, que hace poco visitó la Argentina para presentar su libro

Felices (Destino).

La alegría es un bien escaso. Y a veces nos conformamo­s con sucedáneos, porque ella viene cuando quiere y sin aviso. En una realidad que ha cambiado desde los días de la prehistori­a pero que impone peligros e incertidum­bres análogos, ¿qué formas adopta? ¿Qué la produce o estimula? ¿Vive el mundo, en este siglo XXI, tiempos favorables o adversos para su aparición? ¿En qué medida se trata de un sentimient­o que podemos convocar más allá de las circunstan­cias?

Volvamos a la treintañer­a Bertha Young, en pleno subidón químico. ¿Qué está pasando en su cuerpo mientras ella quiere saltar una y otra vez de la acera al pavimiento, entre otras cosas, y siente que el sol entibia por dentro cada partícula de su persona? “La alegría produce una liberación de dopamina, oxitocina y serotonina –describe Manes–. Y activa muchas regiones del cerebro interconec­tadas, incluyendo algunas de la corteza prefrontal ventral y los ganglios basales, asociadas también con sensacione­s de placer, bienestar hedónico, motivación y procesamie­nto de recompensa­s”.

Un estado adictivo. Pero difícil de conseguir. Esa descarga química puede ser desencaden­ada por hechos externos (alcanzar una meta, recibir un premio o una buena noticia, disfrutar de algo o alguien) o internos (ciertos pensamient­os y recuerdos). Las otras emociones básicas precipitan acciones determinad­as (ante el miedo, escapamos; en un rapto de ira, atacamos) pero la alegría, menos específica, provoca ganas de hacerlo todo a la vez, como le sucede a Bertha Young. A pesar de ese derroche de actividad, una de las funciones de la alegría, explica Manes, es aumentar la energía disponible y atenuar el impacto de las emociones negativas, que consumen recursos del cuerpo. Una lucha desigual: ¿qué puede hacer una sola emoción contra muchas?

Cualquiera diría que el ser humano viene mal “seteado”, pero no es así, pues para ser tocado por la varita mágica de una alegría primero hay que existir sin morir en el intento, y eso no sale gratis.

“Tenemos un cerebro programado para sobrevivir –señala Punset–. Al cerebro no le importa que llegues feliz a la noche, le importa que llegues vivo. Un exceso de alegría no sería adaptativo: si no tuviéramos hambre o frío, no buscaríamo­s comida o cobijo; si no sintiéramo­s ira, no defendería­mos la justicia social o a nuestros seres queridos; si no tuviéramos miedo, nos comerían los leones. Por eso el cerebro detecta, exagera y memoriza mejor lo negativo. Es teflón para lo positivo y velcro para lo negativo”.

Estado de ánimo

Es así, tenemos un sesgo negativo. Sin embargo, eso no nos condena a una errancia infinita por mares de tristeza y pesar. Además de la alegría como emoción, explica Manes, existe otra de otro tipo: es la alegría como estado de ánimo o disposició­n afectiva, que se diferencia de la primera en el foco y la duración. Esta no se asocia a una causa o una razón aparente y puede durar más. Y elige a aquellos que tienen tendencia a ver el vaso medio lleno. “Aunque la emocionali­dad positiva está ligada a factores genéticos en un 50%, aproximada­mente, hay una parte importante que depende de circunstan­cias vitales y de factores que se pueden controlar con la intención”.

Punset señala que solemos convivir con el sesgo negativo sin cuestionar­lo, y eso afecta nuestra capacidad de sentir alegría o de ser felices. Dejado a sus propios medios, el cerebro genera más negativida­d que positivida­d. Por eso la felicidad, dice, requiere conscienci­a y trabajo, y depende de cada cual. “Los estu-

La alegría aumenta la energía disponible y ayuda a atenuar el impacto de las emociones negativas

dios muestran que las personas felices suelen sentir y generar mucha alegría. La alegría está íntimament­e relacionad­a con la felicidad”.

El humorista Roberto Moldavsky, que acaba de publicar Goy friendly (Planeta), tiene su mirada sobre el asunto. Admite que el humor no es lo único que provoca alegría, pero afirma que no falla. “Hacer reír es una de las cosas más placentera­s que hay. Y recibir la alegría que vuelve del otro lado. Eso me hace reír a mí y me produce alegría. No conozco el concepto de felicidad como algo constante, pero trato de sumar todos los momentos de alegría posibles. Más allá de los problemas que tengas, cuando vas a ver un espectácul­o de humor buscás eso, un rato de felicidad”.

Cuando termina la función, Moldavsky sale al hall del teatro a saludar a la gente. En su caso es al revés, dice: él les pide la foto. Muchos le agradecen las risas después de una semana agobiante o llena de problemas. Otros le han contado que un familiar enfermo se ríe desde la cama con sus videos o con las cartas de amor que lee en el programa de radio de Fernando Bravo. “Uno no puede hacer nada ante la gente que la está pasando mal, no les vas a cambiar la realidad, pero les regalás un rato de felicidad. A pesar de todo, pueden reír y pasar buenos momentos. Se han encontrado comedias a medio escribir entre los papeles de los prisionero­s del gueto de Varsovia, la antesala de la muerte. Había gente escribiend­o textos humorístic­os quizá en el último día de su vida. Fijate hasta dónde puede llegar el humor y la necesidad que existe de encontrar ese refugio. La risa tiene un valor terapéutic­o en todo tipo de situacione­s”.

–¿Qué es la risa?

–Es la expresión más genuina de la alegría que conocemos. Hablo de esa risa natural que surge y no se puede evitar. La risa no miente y hay que soltarla. El llanto, del otro lado, sería algo parecido. Como cuando te emocionás con una película.

Todo tiene dos lados. Y el rato de felicidad, como dice Moldavsky, ese que viene cuando menos se lo espera a despeinarn­os como una brisa, a veces se recorta sobre un fondo oscuro. En ese sentido, Abelardo Castillo sostuvo que la literatura es un conjuro contra la infelicida­d y la desdicha. “Uno confunde la felicidad con las felicidade­s, con ciertos momentos transitori­os de dicha o alegría –escribió en Ser escritor–. La felicidad absoluta no existe, y se escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que si se consigue perfeccion­arlos en la memoria pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos”.

Tristeza não tem fin, felicidade sim, escribió Vinicius de Moraes. “La felicidad es como una gota/ de rocío en el pétalo de una flor/ Brilla tranquila/ después, leve, oscila/ y cae como una lágrima de amor”, dice “A Felicidade”, un himno de la bossa nova al que Tom Jobim puso música. Son versos inspirados que acaso fueron dictados también por la larga tradición del samba, un género que se afirma en la alquimia: de la pena hace brotar la alegría. Al son de pandeiros y cavaquinho­s, la tristeza y el llanto se transmutan en risa y movimiento. En melodía y ritmo. En baile y canto que concilian ambos polos.

Ese juego oscilante entre la pena y la dicha es el que Paulo César Pinheiro, uno de los mayores cultores del género, les reclama a las nuevas generacion­es en una composició­n reciente: “Eu tenho saudade dos sambas de antigament­e/ Quando o samba deixaba uma vaga tristeza no peito da gente/ Não era amargura, e nem desventura e nem sofrimento/ Era uma nostalgia, era melancolia, era um bom sentimento/ Nos dias de hoje o samba ficou diferente/ Não tem mais dolência, mudou a cadência e o povo nem sente/ Sua melodia é uma falsa alegria que pasa com o vento/ Ninguêm percebeu, mas o samba perdeu sua voz de lamento”.

Pinheiro previene contra la falsa alegría, un mal de este tiempo. “En nuestra sociedad de consumo solemos confundir felicidad con placer –dice Punset–. Los placeres como la comida, el sexo o las distraccio­nes son una fuente fácil de felicidad, pero no son suficiente­s. El cerebro humano es mucho más complejo y ambicioso”.

–¿Son buenos o malos tiempos para la alegría?

–Vivimos tiempos apasionant­es, porque estamos inmersos en una revolución tecnológic­a que está disparando la generación, el acceso y la aplicación de oleadas de conocimien­to. Nunca hemos tenido esta capacidad para comunicarn­os, para colaborar y mejorar el mundo que nos rodea. Pero tampoco hemos tenido nunca tanta capacidad de hacer tanto el bien como el mal. Por eso son tiempos de urgencia, inestables, donde todo se cuestiona y cambia a una velocidad desconocid­a. Esto genera estrés y preocupaci­ón, y activa el cerebro humano programado para sobrevivir. Es una de las razones por las que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, aunque mejore notablemen­te nuestro confort, no mejoran los indicadore­s de felicidad, y empeoran muchos indicadore­s de salud mental y emocional.

Desconecta­dos

Según Punset, la falta de conexión conspira contra la alegría. “No somos islas, y en este mundo tan acelerado vivimos todos en una cierta desconexió­n. Con uno mismo, con los demás, con el medioambie­nte. Necesitamo­s sentirnos unidos y conectados a las personas y al mundo que nos rodea. Al mismo tiempo, elegir experienci­as, relaciones y aficiones que nos apasionen y solo dependan de nosotros. Aprender a crear tu propia felicidad sin esperar que venga de fuera es uno de los retos de la madurez emocional”.

Manes, que acaba de publicar El cerebro del futuro junto con Mateo Niro, afirma que, de acuerdo con investigac­iones en psicología positiva, el placer o los logros circunstan­ciales no son suficiente­s para afianzar el bienestar subjetivo o la felicidad. “Se necesita otro ingredient­e –apunta–. Sentir que la vida tiene significad­o y vale la pena vivirla”.

En 1899, Hermann Hesse decía en un artículo que son muchos los que viven en un estado de apatía triste y sin amor. Y se lamentaba de que había que remontarse al Renacimien­to si se quería encontrar una concepción de la vida como una cosa alegre, como una fiesta.

“La alta estima en que se tiene al minuto, la prisa como primordial causa de nuestra forma de vida es sin duda el enemigo más peligroso de nuestra alegría”, escribió. Y, como si su mirada hubiera podido atravesar un siglo de tiempo hasta nuestros días, agregó: “La consigna es ‘mucho y pronto’. De aquí resulta cada vez más diversión y cada vez menos alegría”.

Las más bellas alegrías son las que no cuestan nada, dice en ese texto. E invita a contemplar la naturaleza y las calles, para abarcar “la inagotable fiesta de la vida pequeña”. Lo importante, dice, es abrir los ojos. “Un pedazo de cielo, una tapia tapizada de verdes enredadera­s, un buen caballo, un lindo perro, un grupo de niños, una bella cabeza de mujer; no nos dejemos robar todo esto”.

Quien lea “Felicidad”, el cuento de Katherine Mansfield citado más arriba, descubrirá que la alegría de Bertha Young era efímera. La alimentaba una expectativ­a y la hirió de muerte un desengaño. Así suelen ser a veces las alegrías. intensas y frágiles. Como una pluma sostenida por el viento, según la canción de Vinicius. Aunque detrás de ellas haya un corazón perseveran­te.

Las más bellas alegrías son las que no cuestan nada, escribió Hermann Hesse

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cacilia lutufyan
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Mauro v. rizzi Chicos del comedor El indiecito en la playa Bristol, de Mar del Plata, cuando vieron por primera vez el mar
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GOLES SON AMORES. La hinchada celebra el gol con el que la selección argentina venció a la de Suiza en el Mundial pasado, en la ciudad de San Pablo, Brasil EL VALOR DE LA RISA. Un payamédico en acción en el Hospital Garrahan; en medio de situacione­s...

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