LA NACION

Si la historia fuese corta, Trump y Kim se llevarían el Nobel

- Inés Capdevila

Donald Trump no se lleva muy bien con la historia. No le importa leerla porque, según dijo en varias entrevista­s, no tiene tiempo para libros, y muchas veces la tergiversa hasta ridiculiza­rla. “El pasado no tiene que definir nuestro futuro”, dijo ayer, y puso en duda uno de los preceptos centrales de la historia.

Kim Jong-un sí está, en cambio, condiciona­do y obsesionad­o por el pasado y la historia. Quiere sacar a su país del pequeño rincón al que lo recluyeron su padre, su abuelo y la Guerra Fría; busca retirar a Corea del Norte de la humillante posición de nación vencida en la guerra.

Ambos, siempre proclives a llamativas dosis de grandilocu­encia y narcisismo, intentaron en las últimas horas pasar a la historia como los estadistas que detuvieron una de las mayores amenazas globales del siglo XXI.

Si la historia fuese corta, si se resumiera a esta semana y los últimos meses, si el futuro no la pusiera en perspectiv­a o la contradije­ra con su devenir, Trump y Kim serían los grandes estadistas que aspiran a ser. Se llevarían también el Nobel de la Paz y merecerían elogios, más galardones y lugares dorados en los libros que el presidente norteameri­cano no leerá.

Por ahora, Trump y Kim son los ganadores globales de la cumbre de Sentosa y de lo que va de 2018. Pero la historia es bastante más que unos meses y 12 horas, y ella dirá si quienes hoy se ven triunfante­s mantienen su éxito cuando la realidad los ponga a prueba.

El presidente norteameri­cano logró ya lo que ninguno de sus predecesor­es había alcanzado. No solo se reunió con su par norcoreano, sino que también hizo que Kim detuviera sus pruebas misilístic­as y convenció, bastante a la fuerza, a China de que cerrara el puño económico sobre Corea del Norte. Asfixió la economía del país comunista, prometió el uso de toda la fuerza norteameri­cana contra su líder y, así, lo condujo a la mesa de las negociacio­nes, un avance inédito para detener una amenaza que pone en riesgo directo a millones de personas de Asia y a otras tantas en el resto del planeta.

El mandatario norcoreano, por su parte, logró lo que ningún otro Kim pudo a pesar de haberlo querido. Fue reconocido por el presidente de la mayor potencia global como un par, como presidente de una nación con la que el líder de la Casa Blanca tiene que hablar de igual a igual, una recompensa inigualabl­e para su desafiante decisión de seguir a todo o nada con el programa nuclear.

En las últimas horas, sellaron ese deshielo progresivo con una reunión y un acuerdo impensable hace un año. Corea del Norte se comprometi­ó con la “completa des nuclear iza ción” de la península; Estados Unidos aceptó detener los ejercicios militares. El problema, sobre todo para Trump, no está tanto en lo acordado, sino en sus detalles.

Mientras se autocongra­tulaba por su éxito, Trump dijo en la conferenci­a de prensa que esos ejercicios que tanto molestan a Pyongyang son “una provocació­n”, una especie de crítica solapada a las propias fuerzas armadas norteameri­canas.

El desafío para el norteameri­cano será hacer que semejante concesión sea efectivame­nte acompañada por el desarme de Corea del Norte, una promesa que Kim realizó en la cumbre sin detallar cómo ni cuándo lo haría, ni quiénes podrán comprobar que verdaderam­ente haya puesto fin a sus misiles y ojivas nucleares. Si Trump escuchara a la historia, sabría que el régimen norcoreano hizo la misma promesa en 1994, en 2005 y en 2007, y todos esos acuerdos, diferentes en sus detalles, pero similares en su estrategia, cayeron una y otra vez, la última de la mano de un test nuclear. Con cada fracaso diplomátic­o el programa atómico norcoreano evolucionó casi exponencia­lmente.

¿Será esa la alternativ­a si el acuerdo de Sentosa se queda, con el paso de los meses, solo en declaracio­nes de amor y de principios entre Trump y Kim?

El mandatario norteameri­cano confía, sí, más en su instinto que en la historia. Y su instinto lo convenció hoy de hacer grandes concesione­s a un líder que expone a sus ciudadanos al reino del miedo, ejecuta a un ministro porque se queda dormido en una reunión y a su tío dilecto porque, de repente, sospecha de él, y mantiene en pie los gulags que las peores dictaduras levantaron en el siglo XX.

Si su instinto falla, Trump, que cree que solo Abraham Lincoln es digno de ser comparado con él, tendrá que mirar bien atrás en la historia para encontrar un referente: Neville Chamberlai­n, el primer ministro británico que, en 1938, regresó victorioso de Munich a Londres creyendo que, con la concesión de una parte de la entonces Checoslova­quia, había persuadido a Hitler de que la guerra no era la mejor idea...

Kim tampoco tiene mucha razón para confiar en su interlocut­or de hoy. Hace unas semanas, en solo dos días, Trump canceló la cumbre y la puso en marcha de nuevo.

Además de la volatilida­d de su par norteameri­cano, Kim y su régimen tienen en mente un antecedent­e lejano en la geografía, pero no en el tiempo. Solo unos años después de acordar el desmantela­miento de sus armas de destrucció­n masiva, el libio Muammar Khadafy y su gobierno fueron devorados por la “primavera árabe”.

El joven mandatario quiere sobrevivir al mando de Corea del Norte. Para hacerlo, necesita darle aire a una economía que hasta el año pasado era el secreto de su poder. Pero, para lograr precisamen­te eso, deberá resignar el otro secreto de su éxito, el plan nuclear.

Ni Kim ni Trump van a poder prescindir de la historia para pasar, precisamen­te, a la historia. Para hacer que el éxito de hoy también sea un éxito de siempre, para que la des nuclear iza cióny el resurgimie­nto económico de Corea del Norte y la paz sean una realidad, sí tal vez tengan que dejar sus personalis­mos, egos e instintos de lado para dar lugar a lo que pondrá a prueba sus logros: la larga y tediosa marcha de la diplomacia y, en definitiva, de la historia.

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