Entre similitudes y diferencias
Rusos y argentinos debaten por el origen del dulce de leche; el caos de tránsito es un problema tan habitual como en Buenos Aires
La charla en el departamento moscovita de Vanya (apodo correspondiente a Ivan, en ruso) un joven de treinta y algo de años, se había convertido en un contrapunto sobre similitudes y diferencias entre Rusia y la Argentina. Y el debate llegó a un punto sagrado del alma argentina: el dulce de leche. “¿El varione sgushonka invento argentino…? Jaja ¡Por favor!”, se rió Vanya con sorna.
Los rusos hasta tienen su propia leyenda de cómo se inventó su dulce de leche, que supera en antigüedad al mito de la cocinera de Juan Manuel de Rosas que se olvidó en el fuego la olla con leche azucarada. Ya en el siglo XIII Marco Polo escribió que los tártaros, que habitan lo que hoy es territorio ruso, fabricaban una pasta de leche endulzada.
Hoy en cualquier supermercado ruso se consigue varione sgushonka (igual de marrón, pero menos cremoso que el dulce de leche argentino), que fue el postre preferido de los pobres en los tiempos soviéticos, cuando escaseaban el chocolate y las golosinas.
Pero no es esta la única similitud que un argentino puede hallar en esta tierra ubicada casi en el otro extremo del planeta, que también tiene una baja densidad poblacional (8,4 habitantes por km2, frente a 14,4 de la Argentina), una escasa industria local, algo evidente en la góndola de cualquier supermercado moscovita plagada de productos importados, y una economía básicamente impulsada por los recursos naturales (la mayor reserva mundial de recursos minerales y energéticos).
Los rusos comparten con los argentinos su apasionamiento por el fútbol, y hasta tienen un cantito muy similar al argentinísimo “¡Referí bombero!”. “Sudyu na milo!”, una frase sin connotaciones antisemitas que se traduce como “Hagan jabón con el referí”, recuerda los tiempos de escasez en la Unión Soviética, cuando había que aprovechar hasta el sebo que se descartaba de los mataderos para fabricar jabón.
Pero un argentino tiene que estar listo también para sorprenderse por las diferencias. Las distancias y las calles en Moscú, por ejemplo, no se miden en “cuadras”, ni es tan fácil estimar cuánto falta de caminata mirando la altura de una calle. Las ciudades rusas están inundadas de monobloques y puede haber varios centenares de metros entre una calle y la siguiente.
La forma más habitual de ubicarse es por las estaciones de subte. Aunque los moscovitas tienen una relación de amor-odio con su famoso subte que transporta 2500 millones de pasajeros al año, para el visitante es la manera más cómoda de moverse por la ciudad y evitar los gigantescos atascos de tránsito (es difícil entender por qué tantos rusos prefieren el auto a su formidable red de subterráneos).
Otra cuestión conocida por los argentinos, pero que puede traer malos recuerdos del pasado cercano, es la frecuencia con que la policía detiene personas al azar para pedirles documentos (siempre hay que llevar el pasaporte encima). De todas maneras, en el prejuicioso sistema de detener a alguien por “portación de cara”, en Rusia llevan las de perder las personas de rasgos orientales y mongoloides de las exrepúblicas soviéticas, muchas de ellas inmigrantes ilegales.
Un último rasgo que sorprende al latino que llega a Rusia queda patente en el conocido dicho local: “La risa sin motivo es signo de estupidez”. Ni la cajera del supermercado, ni quien expende entradas, ni ningún servidor público sonríe de compromiso frente a la persona que está atendiendo. Lo que en Rusia se llama “sonrisa de servicio” (dyeshurnaya ulubka) es una señal de falsedad.
Un ruso sonríe sencillamente cuando lo siente, cuando celebra abrazado con sus amigos un gol de su selección, o cuando se relaja en las charlas de un bar con un buen vodka o con una “piba” (cerveza, en idioma ruso).