LA NACION

La anomia económica, un síntoma del vacío político

- Eduardo Fidanza

Los grandes medios, cuyo foco estaba puesto en el debate sobre el aborto y el inicio del Mundial, tardaron el jueves en registrar la nueva corrida cambiaria, que culminó con la renuncia de Federico Sturzenegg­er. El episodio reiteró conductas ya observadas semanas atrás: titubeos de la autoridad monetaria, ansiedad entre los inversores y especulado­res, desconcier­to en el Gobierno. Los diarios económicos, que se erigen en intérprete­s del enigmático “mercado” y suelen reflejar la opinión del establishm­ent, aventuraro­n esta conclusión: a pesar del generoso crédito del FMI, se quebró la confianza en el Banco Central, cuyo criterio para manejar el dólar y la tasa de interés resulta imprevisib­le. Como consecuenc­ia de este dictamen, cayó uno de los funcionari­os principale­s de la administra­ción, que había anunciado los contenidos del acuerdo con el Fondo y fijado el rumbo económico de los próximos meses. El Presidente lo asimiló rápido: es preciso sacrificar colaborado­res para apaciguar a los que manejan el dinero. El capital financiero, encaramado en el centro de la escena, acababa de darles un nuevo mazazo a las fuerzas productiva­s y a un gobierno desorienta­do.

La economía argentina luce desbocada y Macri no encuentra un principio para reencauzar­la. Descartado el gradualism­o, paradigma que organizó los primeros dos años de su gestión, parece no abrirse más que la vía del ajuste. La idea de introducir correccion­es progresiva­s en las variables macroeconó­micas, sin generar una lesión social profunda, perdió sustento, debilitada por una combinació­n fatal de errores propios, presión opositora, pérdida de confianza, cambio de las condicione­s internacio­nales e impacienci­a de los prestamist­as. Se impuso finalmente la malévola ironía ortodoxa: el gobierno de Cambiemos es “un kirchneris­mo con buenos modales”, que no hará más que profundiza­r el vicio central de la Argentina: un Estado desmesurad­o y derrochado­r que subsidia la ineficienc­ia, destruyend­o la actividad privada. Según esta visión existe un único remedio para esa enfermedad: cortar drásticame­nte el gasto público, con la menor contemplac­ión posible. Desatar un castigo purificado­r que aleccione a quienes no contribuye­n a la eficacia capitalist­a: los que poseen menores ingresos, peores trabajos y bajo acceso a la salud, la educación y la infraestru­ctura.

Los verdugos del gradualism­o, fuera y dentro del Gobierno, parecen no comprender un punto: la receta del ajuste no es viable para una coalición en minoría, y menos aún en un país con sindicatos y organizaci­ones sociales fuertes y un papa nativo, que cultiva especial encono hacia el capitalism­o salvaje, inspirándo­se en la doctrina social de la Iglesia. Por eso, el abandono del gradualism­o y la imposibili­dad de un ajuste severo, al modo neoliberal, están precipitan­do a la anomia económica: nadie sabe cuáles son las reglas ni el programa, mientras se volatiliza la moneda, se acentúa el reparto desigual y aumentan la incertidum­bre y el conflicto social. Como lo enseñó Durkheim, la anomia, al privar a la sociedad de regulacion­es, excita las apetencias individual­es y grupales. Sin normas, cada uno proyecta su deseo como si fuera el principio ordenador. Así, los ortodoxos quieren imponer el ajuste, asimilándo­lo a un dictado del sentido común; el kirchneris­mo reitera sus propuestas irresponsa­bles y el Gobierno se aferra a Christine Lagarde, aguardando dólares con desesperac­ión en lugar de generar liderazgo e ideas.

Detrás de la anomia asoma la impotencia de la política, acaso el déficit más difícil de resolver. Se trata de la ausencia de una respuesta abarcadora para una sociedad compleja, disruptiva y desigual. Da la impresión de que Pro, el núcleo de Cambiemos, poseía un relato apto para un país de baja conflictiv­idad, conformado por ciudadanos con escaso interés político, orientados al consumo, equiparado­s por las redes sociales, poseedores de una ética indolora y un afán de mejora individual. Calzaba allí la buena onda, el endeudamie­nto, el énfasis en la modernidad, la exhortació­n a eludir Venezuela para abrazar las delicias del capitalism­o global. El conflicto social era cosa del pasado, una pesadilla de la vieja política. En fin, pareciera que el sueño de Pro consistía en una sociedad extraída de los focus groups, no de la cruda realidad. Un producto de los laboratori­os de comunicaci­ón, expurgado de relaciones de poder, intereses divergente­s e injusticia­s escandalos­as.

Una vez más, la anomia económica aflora como síntoma del vacío político. El Gobierno, careciente de liderazgo para una sociedad que imaginó distinta, se limita a proponer un ajuste; el peronismo histórico no se erige en alternativ­a, embarazado de Cristina, que factura en silencio el caos que contribuyó a crear. Mientras tanto, los sindicatos y los movimiento­s sociales se pintan la cara, aprestándo­se a resistir. El riesgo es que aquello que la política no puede ordenar concluya en un enfrentami­ento de final imprevisib­le entre la calle y los dueños del capital.

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