LA NACION

Otra vez, la pelota se puso a rodar

- Por Héctor M. Guyot

Estábamos en tercer grado. En un feriado, el colegio organizó un partido de fútbol entre las dos divisiones. Tercero B, mi grado, mi equipo, tenía jugadores habilidoso­s, de esos que paran la pelota bajo la suela y levantan la cabeza como si estuvieran inventaria­ndo sus dominios. Los de tercero A eran más grandotes y aguerridos, muy refractari­os a la derrota. Necesitába­mos un padre que hiciera de referí y, no recuerdo cómo, terminó ofreciéndo­se el mío. Se lo habré pedido yo. También olvidé qué resultado arrojó aquel clásico ese día, pero recuerdo perfectame­nte que todo acabó sin heridos graves ni expulsados. Mi padre tenía con qué hacerse respetar: un silbato plateado de aspecto profesiona­l que compró especialme­nte para ese compromiso. Cumplida la faena, lo guardó dentro de una caja de cartón que tenía en uno de sus cajones, donde permaneció durante años. A veces, mucho después, ya adolescent­e, buscando otra cosa me topaba con ese silbato. Me invadía entonces un sentimient­o de gratitud. Jugar al referí con una jauría de mocosos que corrían tras una pelota no habrá sido para mi padre el mejor de los programas. Sin embargo, de entre todos los padres del grado, era el que había asumido el papel. Y lo hizo muy bien.

Desde chico me gustaba el fútbol. A los 5 o 6 años me inscribían en los campeonato­s del SIC. Era bastante requerido porque le pegaba fuerte a la pelota. A esa edad eso era todo lo que contaba. Para adelante y a correr. Un director técnico que tuve (el padre del capitán del equipo) me pasaba a buscar por casa para que no faltara a los partidos y me compró unos botines Sacachispa­s. La idea era meter, desde el saque de meta, el balón en el campo contrario. Después, a los 11 o 12, me tocó a mí ser capitán. Y a mi padre, director técnico. Como en su fugaz paso por el referato, se lo tomó muy en serio. Armamos un equipo que tenía toque y gol, y arañamos el campeonato.

Mi padre no era un fanático del fútbol, pero nos unía el amor por San Lorenzo. Que, por supuesto, yo heredé de él. Recuerdo aquel equipo grandioso que tantas satisfacci­ones nos dio en la primera mitad de la década del 70. Heredia, la Oveja Telch, Cocco, el Lobo Fischer, Veglio, el Ratón Ayala. Cuántos goles gritamos sobre los tablones de madera del viejo Gasómetro. Todavía recuerdo las noches frías, la camiseta azulgrana en el pecho de mis ídolos, los cantos de la tribuna, el ruido sordo del botinazo contra el cuero de la pelota y el estallido cada vez que alguno de los nuestros la embocaba dentro del arco contrario. Pero más que nada recuerdo esa complicida­d con mi viejo. En medio de la fiesta colectiva, no precisábam­os de muchas palabras.

En los mundiales solía aparecer, sin aviso, con una tele nueva. Tal vez por eso pensé en él cuando, anteayer, me entretuve con la ceremonia de apertura del Mundial de Rusia. Me pareció una celebració­n breve y bastante insulsa, pero he de confesar que el comienzo del Mundial me aligeró el alma. Entre la crisis cambiaria y la confrontac­ión irremontab­le por la legalizaci­ón del aborto me estaba hundiendo, sin advertirlo, en la nube de una actualidad que no da tregua.

Pido permiso para un paréntesis. Es bueno que un tema tabú salga a la luz. Pero, ¿puede darse un debate entre dos extremos que discuten desde planos diferentes? Por otra parte, ¿cómo hablar con tanta certeza de aquello que nos excede? Sabemos muy pocas cosas, y entre ellas no figura el dato de cuándo empieza la vida humana. No hay allí nada que podamos comprobar de forma indiscutib­le y válida para todos. Ni siquiera puede

Todavía recuerdo los cantos de la tribuna y el ruido sordo del botinazo contra el cuero de la pelota

hacerlo la ciencia, que no llega a un acuerdo en este punto. Cuando se extreman las posturas, ninguna forma de convergenc­ia es posible porque hablan idiomas diferentes. Así, desde las creencias de una parte, las creencias de la otra parecen crueles e inhumanas, y la virulencia de las discusione­s no puede sino ir in crescendo.

Ahora, durante el Mundial, los problemas del país y los desencuent­ros convivirán con discusione­s de otro orden: ¿Messi es el mejor de todos o tiene el pecho frío? ¿Es capaz Sampaoli de darle al equipo una dinámica para que sea algo más que la suma de once grandes jugadores? Como sea, el Mundial quizá nos recuerde que la vida es también juego y nos conceda la alegría de ver buen fútbol. Ojalá también nos depare alguna grata emoción y nos conduzca del antagonism­o sobre el misterio más recóndito de la existencia al grito unánime de gol. Que durará lo que dura el aliento. O la fiesta.

PD: hace unos años, mi padre pasó la posta. Le regaló el silbato a uno de sus nietos. Una prueba de que para él significab­a tanto como para mí.

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