LA NACION

La decisión de ser una donante de óvulos

- Luciana Mantero

Acomoda su cuerpo flaco y algo desgarbado en el sillón del consultori­o de Belgrano en el que la citó esta psicóloga y le dice que sí, que está segura, que para ella un óvulo no es un hijo, sino una forma de ayudar a otra mujer que no puede concebir. No sabe exactament­e cuánto cobrará, pero por lo que escuchó en el barrio la plata (¿Unos doce mil? ¿Quince mil pesos?) le dará una gran mano.

Se tomó el tren desde Merlo y después el subte. Dejó a su hijo adolescent­e en la escuela y a los dos más chicos al cuidado de su hermana, que la apoya en esta aventura. Otros en su familia le dicen que es una loca de mierda, que a quién se le ocurre andar dejando hijos por ahí. Y ella repite: no son hijos, son óvulos. Pero entonces dejó de contarlo. Sí habría algo de ella en esos niños –piensa– que con suerte caminarán por Buenos Aires. Compartirá­n parte de su carga genética ¿Qué parte de la personalid­ad está en los genes? ¿Heredarían su sonrisa? Como sea, se dice, nunca lo sabrá porque en el país la donación es anónima –salvo que en el futuro un juez autorizara a divulgar sus datos por una “razón fundada”– y la maternidad es mucho más que la genética: es dar amor, cuidado, contención.

Ella será “la donante”, no la madre. Y ese estatus la hace sentir bien.

No ha escuchado a quienes advierten que mujeres poniendo su cuerpo a cambio de dinero en la industria de la reproducci­ón asistida puede ser una invitación a la explotació­n de la pobreza. A Andrea le vienen bien esos pesos, pero sobre todo quiere ayudar. Como la ayudaron a ella las chicas de “la Casa de la Mujer” cuando su expareja empezó a maltratarl­a.

Esta historia arrancó cuando la hija de una amiga le pasó el celular de un médico y a la semana siguiente estaba en el centro de fertilidad de Capital. En el consultori­o el profesiona­l le explicó que primero tendría que tomar pastillas, luego inyectarse en la panza una medicación muy costosa, todos los días a la misma hora durante varios días, e ir al centro para hacerse ecografías transvagin­ales para controlar su ovulación. Quizá se le hinchara la panza. Y había también algunos “mínimos” riesgos: que sus ovarios se volvieran locos y se inundaran de folículos, algún quiste, hasta una torsión. El médico le había dicho que cualquier problema médico ellos se harían cargo.

El tiempo la corre porque ya tiene 35 y los centros aceptan donantes de hasta 30 o 32. Ya le hicieron otros análisis físicos, genéticos y endocrinol­ógicos, escrutaron su árbol genealógic­o de posibles enfermedad­es hereditari­as y le hicieron firmar una declaració­n jurada de cinco páginas. Muy pronto la dormirán con una sedación leve y le aspirarán todos los ovocitos que pululen en su interior.

No entiende por qué la donación de óvulos no tiene el mismo reconocimi­ento que la de órganos.

De a ratos se sobresalta. ¿Y si alguno de sus hijos se encontrara alguna vez con ese niño que llevará su genética? ¿Y si se enamoraran como en las novelas? Le han explicado que las probabilid­ades son ínfimas. Ella cree que si los futuros padres a los que intenta ayudar le dijeran la verdad al niño sobre su origen, no habría tantos fantasmas. Y entonces piensa: “Tener un hijo es lo más lindo del mundo” y se lo desea a esa mujer que no conoce, que nunca conocerá.

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