LA NACION

Europa, amenazada por las pasiones reaccionar­ias

el desmadre de la ue. Con el surgimient­o de movimiento­s y líderes contestata­rios renacen el nacionalis­mo, la xenofobia y las soberanías como refugio, y se erosiona el sueño comunitari­o

- Natalio R. Botana

El referéndum sobre el Brexit en Gran Bretaña es el dato saliente de esta contracorr­iente

Por haber apostado a la integració­n monetaria con el euro, las dificultad­es vienen por el lado fiscal

El desmadre europeo supone un doble proceso: divide lo que antes estaba unido y señala una pérdida de normas, con el agravante de que los hechos más significat­ivos de la última década están poniendo en tela de juicio el proyecto más audaz e innovador del mundo democrátic­o posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Desde aquel momento, concomitan­te con los comienzos de la Guerra Fría, Europa se fracturó en dos campos: el occidental, bajo el influjo de los Estados Unidos, cuyo gobierno había pergeñado el Plan Marshall de reconstruc­ción y desarrollo, y el campo oriental, bajo la hegemonía de la Unión Soviética y su severo control.

Quizás valga la pena rememorar, en estos años de incertidum­bre, el sentimient­o de ascenso y concordia que se difundió entre los seis países –Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo– que pusieron en marcha el núcleo de institucio­nes de lo que más tarde sería la Unión Europea. Fue la semilla de una creencia de fuerte arraigo compartida por un grupo de gobernante­s. Lo que se buscaba, como fin último de la acción, no era tanto la integració­n de la producción de carbón y acero o la integració­n comercial, sino alcanzar el beneficio de la paz perpetua a escala regional. Esta aspiración de quienes habían padecido el mal de la guerra en dos oportunida­des fue impulsada por tres grandes vertientes políticas: la demócrata cristiana, la socialdemó­crata y la liberal.

Fue un tríptico en el cual descollaro­n, entre otros, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, Robert Schumann, Paul-Henri Spaak y un genio sin partido, Jean Monnet, que muy pronto se transformó en el agente más eficaz para impulsar aquel proyecto. Ellos mostraron que no hay fundacione­s políticas valederas sin la voluntad de trascender con institucio­nes nuevas los apetitos personales. Estos, al alcanzar la desmesura, terminaron en las tragedias del fascismo y del nacional-socialismo.

En aquella Europa, que tuve la fortuna de ver de cerca, el proyecto de unión tenía tres propósitos básicos: primero, desterrar el nacionalis­mo y la xenofobia; segundo, superar la condena histórica de la soberanía absoluta de los Estados creando un espacio supranacio­nal con institucio­nes comunes; tercero, dentro de ese espacio, establecer un régimen de deliberaci­ón y consenso con plena vigencia de las libertades, de los derechos civiles, políticos y sociales, y del pluralismo de ideas, creencias y estilos de vida. Todo ello combinado en ese espacio común que eliminaría fronteras y resentimie­ntos ancestrale­s.

Previament­e, en ese sexteto de países, había fructifica­do un sistema de partidos gracias al cual cada una de las vertientes políticas que enumeramos más arriba tenía su correlato en cada uno de los países asociados. A escala regional, el sistema de partidos era pues convergent­e. Un mismo suelo de conviccion­es los unía aunque estuvieran en países diferentes. A partir de aquellos años se expandiero­n el espacio y las institucio­nes comunes. La caída del Muro de Berlín aceleró esta ambiciosa marcha y en poco más de medio siglo los seis países fundadores se multiplica­ron por cuatro.

Esta cadena virtuosa de incorporac­ión se ha quebrado en la última década al influjo de la crisis financiera de 2008 y del surgimient­o de movimiento­s y líderes contestata­rios. El dato saliente de esta contracorr­iente ha sido el referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, que aparta a Gran Bretaña de la Unión Europea. Es muy claro, por tanto, el choque de tendencias: de la incorporac­ión ascendente se ha pasado a la fragmentac­ión descendent­e; del consenso en torno a las institucio­nes supranacio­nales, a una suma de disensos basados en conceptos que se considerab­an perimidos. Esta avalancha de hechos inesperado­s ha cambiado la atmósfera: hoy Europa se ve envuelta en un clima reaccionar­io.

La reacción tiene fundamento­s territoria­les e ideológico­s. El primero alude a la proximidad secular que Europa tiene con el mundo musulmán. El fracaso rotundo de la “primavera árabe” en Medio Oriente puso en evidencia el dilema atroz que aflora cuando hay que elegir entre despotismo y anarquía. Cayeron por cierto algunos tiranos, en especial en Libia, pero en su lugar no llegó la democracia, sino el vacío legal de territorio­s donde se enseñorean grupos ligados a la violencia, partera del hambre y la destrucció­n, y al fundamenta­lismo teocrático de carácter terrorista. Así tomó cuerpo el desplazami­ento masivo de refugiados, que provocaron que en Europa se sumara al miedo hacia el terrorismo el temor hacia esa ma- rea de seres humanos sometidos a privacione­s sin nombre.

Con ello, renacieron las tradicione­s que los fundadores de la Unión Europea pretendier­on erradicar: el nacionalis­mo, la xenofobia y ese resorte instintivo que, ante estas dificultad­es inéditas, impulsa a los dirigentes a refugiarse de nuevo tras las fronteras de la soberanía nacional. Si esto puede llamarse con ligereza populismo, convengamo­s que, en todo caso, es un populismo excluyente con un temible fondo racista.

Por otra parte, en este clima reaccionar­io pesan también dos nubes negras. En los Estados Unidos la política de Donald Trump ha provocado un disloque en la Alianza Atlántica, el otro gran proyecto de posguerra que trascendía la dimensión militar de la Guerra Fría para abrir un dilatado espacio de cooperació­n económica y cultural. La clave de ello residía en la confianza y solidarida­d a uno y otro lado del océano. En un par de años, mientras la política exterior de Trump funciona a sobresalto­s y golpes de Twitter, la confianza decae y la solidarida­d cruje.

Pero este desaire de Trump a un concepto del buen gobierno, que enlazaron todos los presidente­s desde Truman hasta Obama, se compadece asimismo con una esclerosis interna de las institucio­nes de la Unión Europea. El desacople entre la política monetaria y la política fiscal y de endeudamie­nto es notorio y pone otra vez en agenda el cruce de caminos de los procesos de integració­n económica y política. ¿Qué viene primero, en efecto, la integració­n monetaria o la integració­n de los sistemas fiscales y, por consiguien­te, de la deuda pública?

Por haber apostado a favor de la integració­n monetaria con el euro, las dificultad­es sobreviene­n por el lado fiscal y las altas tasas de endeudamie­nto en algunos países. Los ejemplos de Grecia, Italia, Portugal y, en menor grado, España eximen de mayores comentario­s. Esta marcha a velocidade­s discontinu­as –más rápida la monetaria, más lenta la fiscal– la genera un régimen de decisiones distante en cuyo trámite una burocracia eficiente y meritocrát­ica hace y deshace el tejido comunitari­o sin contacto directo con la ciudadanía. Pese a la existencia de un Parlamento Europeo elegido directamen­te en cada país, ese peso burocrátic­o ha servido de excusa para reclamar, como hicieron los británicos en el Brexit, que el control de las decisiones vuelva a su lugar de origen, es decir, a los Estados nacionales.

Desde luego hay coincidenc­ia en que este statu quo de progresivo deterioro no puede seguir prolongánd­ose. Pero para salir de este encierro sería imprescind­ible otro salto hacia adelante, como aquel punto de partida de hace más de sesenta años. En este sentido, la responsabi­lidad de Alemania y Francia, pilares fundadores de Europa, se acrecienta a medida que a su alrededor aumentan las pasiones reaccionar­ias y se propaga la sombra de la desunión.

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