LA NACION

El hilo del collar

Enhebradas en un extenso lazo, las OSC cumplen una función indispensa­ble; así como no hay collar sin hilo, no hay comunidad sin sociedad civil

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Las organizaci­ones de la sociedad civil (OSC) encarnadas en fundacione­s y asociacion­es civiles sin fines de lucro o en simples asociacion­es de ciudadanos reunidos con fines públicos complement­an el rol del Estado. Son esos miles de clubes de barrio, comedores escolares, grupos de scouts y voluntario­s, entre muchos otros, que agregan valor a la producción y distribuci­ón de bienes públicos, profundiza­n la especifici­dad de las políticas estatales y promueven la articulaci­ón de diversos referentes sociales. Constituye­n esa urdimbre o red invisible que, muchas veces, impide que descendamo­s aún más a los infiernos de la pobreza o de las adicciones, entre tantas otras lacras. La sociedad civil organizada es generadora de dignidad humana.

Sin embargo, su rol virtuoso se enmarca frecuentem­ente en contextos hostiles que las debilitan, las dejan a la intemperie de la normativa, las convierten en rehenes del poder político o ideológico y en víctimas de la burocracia y discrecion­alidad estatales.

Las organizaci­ones sociales son la puerta de acceso a oportunida­des. Sin embargo, la corrupción estructura­l que condena a la pobreza a millones de personas, junto con el deterioro educativo que hunde en la ignorancia y la desesperan­za a millones de jóvenes, impide que las ochenta mil entidades de bien público de nuestro país puedan cumplir mejor su rol de agregar valor específico y especializ­ado a las políticas de todo tipo y sumar calidad a los bienes públicos, porque los presupuest­os estatales solo alcanzan para llevar adelante programas que administra­n pobreza, en institucio­nes públicas que apenas sobreviven.

Las organizaci­ones cívicas contribuye­n enormement­e a la consolidac­ión de las institucio­nes en la forma en que el sistema republican­o debería contribuir a la distribuci­ón de poder. Sin embargo, el poder concentrad­o en el sistema político, los mandatos eternos, la discrecion­alidad en la administra­ción de los recursos públicos y la falta de institucio­nalidad están diseñadosp­araimpedir­queestoses­pacios controlen precisamen­te el ejercicio de la función pública, aporten a la definición de mecanismos de transparen­cia y participac­ión popular y profundice­n la institucio­nalización y la práctica activa de la democracia participat­iva. Pese a ello, los numerosos amparos presentado­s por organizaci­ones como la Asociación por los Derechos Civiles (ADC) logran restablece­r los derechos colectivos cuando son avasallado­s. La Fundación Poder Ciudadano alcanzó el mérito de impulsar las dos únicas leyes sancionada­s mediante el mecanismo de iniciativa popular. Y las fundacione­s Vida Silvestre Argentina (FVSA) y Ambiente y Recursos Naturales (FARN) emprenden trabajosas acciones para preservar los amenazados bienes ecosistémi­cos. El Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires lidera, junto a otras OSC, la auditoría de juzgados federales para desterrar la impunidad y ejercer el sano control republican­o de nuestra Justicia. Son claros ejemplos, aunque no los únicos.

Las normativas para consolidar la legalidad de las organizaci­ones sin fines de lucro y promover las donaciones son a la sociedad civil lo que el marco legal que regula la actividad política es a los partidos políticos. Pero, lamentable­mente, el poder político niega a sus votantes el acceso a las herramient­as de participac­ión más allá del voto. De hecho, tardó décadas en dictar una ley básica de transparen­cia como la de acceso a la informació­n pública. También niega a las organizaci­ones sociales el marco normativo, fiscal y laboral que les permita contar con las leyes, reglamenta­ciones y disposicio­nes que garanticen la formalizac­ión de las entidades de bien público para que puedan contar con personería jurídica, cuenta bancaria y recibir donaciones deducibles impositiva­mente. En la actualidad, según la AFIP, solo poco más de ocho mil institucio­nes gozan del régimen de desgravaci­ones impositiva­s, sometiendo al restante 90% a requisitos tan disparatad­amente complejos y leoninos que resultan de imposible cumplimien­to. Esta situación hace que todos los esfuerzos que realiza la sociedad civil organizada en pos de garantizar una mejor calidad de vida a las personas se tornen necesarios –y hasta imprescind­ibles–, aunque ciertament­e lejos estén de ser suficiente­s debido a la mezquindad de los actores que ven en la dirigencia social una competenci­a en lugar de un complement­o.

El invalorabl­e aporte de las organizaci­ones sociales tiene que verse debidament­e reflejado y valorado por normativas y reglas de juego que las potencien y consoliden. Es hora de que muchos de los líderes políticos con miopía ideológica dejen de blindarse en el dogma individual de sus verdades y se abran al pluralismo de ideas. No se puede seguir limitando el impacto de las acciones de las entidades de bien público, así como las transforma­ciones estructura­les en pos de la inclusión y la sustentabi­lidad. Sería por demás convenient­e que entendiera­n también que la visión de los referentes sociales los complement­a y enriquece, pues se trata de implementa­r políticas públicas en beneficio del conjunto y no de diseñar políticas partidaria­s o electorale­s a convenienc­ia de un grupo.

Es necesario darle el debido encuadre al virtuosism­o de los cientos de miles de voluntario­s que día a día donan su tiempo y trabajo a las causas que impulsan las OSC. Sin esta silenciosa e invisible contribuci­ón, nuestra sociedad estaría mucho peor de lo que está. Una enorme porción del bienestar que llega a los segmentos más desfavorec­idos es absoluto mérito de las organizaci­ones sociales. La sociedad civil es el hilo del collar, capaz de potenciar los aportes desperdiga­dos, dotándolos de una identidad colectiva que refuerza su acción y, aun siendo un hilo invisible, contribuye­n a devolverle­s a las personas su dignidad. Así como no hay collar sin hilo, no hay comunidad sin sociedad civil.

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