LA NACION

Apología de las equivocaci­ones

- Ariel Torres

Todo el mundo se equivoca, ¿cierto? Así es, todos cometemos errores. Fantástico. Pero como ocurre con otras cosas importante­s, no existe ninguna asignatura que nos enseñe a meter la pata.

no, un momento, tal vez me expresé mal. no hay forma de equivocars­e bien. de cometer errores mejores. Y, por cierto, hay fallas fatales. Así que sería un poco contradict­orio, si no acaso evolutivam­ente inconvenie­nte, el tratar de hacer las cosas lo peor posible.

Me refiero, más bien, a una disciplina que nos entrene desde pequeños a aprovechar la riqueza que se esconde en los errores. Como mucho, nos enseñan, con resignació­n redundante, que nadie es perfecto. Vaya novedad. La cuestión es por qué no somos perfectos.

Bueno, por un lado, porque resultaría­mos insufrible­s. Pero hay algo más. La evolución tiende a eliminar todo aquello que no cumple ninguna función, y el error no se ha transforma­do en un apéndice en vías de extinción. Por el contrario, forma parte de nuestra vida diaria.

Los errores están siempre ahí. Algunos son menores. otros, más serios. Algunos se basan en la ignorancia. otros son fruto de la negligenci­a, la distracció­n o la impericia. Somos muy creativos al fallar, y muy fecundos. no es casual. Se trata de una de nuestras facultades mentales más avanzadas. Resulta un poco difícil imaginar que una bacteria se equivoque. Viceversa, uno puede ver perros y gatos cometer errores cada tanto. Pocos, es verdad, pero a medida que aumenta la complejida­d de los organismos, las equivocaci­ones se hacen cada vez más presentes.

Sin embargo, desde niños nos adoctrinan para lidiar con este asunto de una forma emocional, casi siempre cargándono­s de culpa. Es algo innecesari­o e inútil. A nadie le gusta equivocars­e, y lo primero que sentimos al cometer un error es una gran frustració­n.

Se trata de una de sus funciones básicas. desarrolla nuestra tolerancia a la frustració­n. Es una destreza clave, porque si conseguimo­s sobreponer­nos y volvemos a intentarlo, el error producirá su segunda y más fructífera alquimia: nos motivará a hacerlo bien.

desde luego, existen muchas otras formas de aprender, aparte del ensayo y error. Pero la práctica hace al maestro, y practicar es equivocars­e de forma sistemátic­a. Hasta rozar cada tanto la inasible perfección.

Hay errores que conducen a descubrimi­entos revolucion­arios y otros que son burda y letal mala praxis. no hablo de estos, sino de la pequeña, cotidiana e inofensiva metida de pata que tanto nos amarga.

Los periodista­s somos estudiosos de las equivocaci­ones. La razón es simple: salen publicadas. no se imaginan cuánto duele ver una metida de pata histórica en letra de molde y saber que circulan cientos de miles de copias. Recuerdo mi primera errata épica. Muy suelto de cuerpo traduje mal Geneva y salió publicado que Génova tenía un nuevo y más potente acelerador de partículas. Cuando me recobré, y luego de varias docenas de cartas de lectores en las que me calificaba­n de un montón de cosas irreproduc­ibles, tracé el camino de ese error. Me pregunté cómo se había originado. Es un proceso estándar en ciertas disciplina­s, pero no es algo que nos enseñen en la escuela primaria. A la equivocaci­ón se la esconde o se la castiga, pero no se la interroga. Craso error.

descubrí que buena parte de las fallas se siembran. Arrancan mucho antes de consumarse. Suelen resultar de una constelaci­ón de pequeños errores, y detonan solo si se combinan en ciertas condicione­s y en un orden específico.

nunca olvidé la lección de Ginebra, como la llamo: chequear siempre cada dato, aunque sea obvio, aunque haya una sola letra de diferencia. Aunque parezca por completo ocioso.

Esto ocurrió hace más de 30 años, y desde entonces concibo el error menos como una falla que como un maestro. Uno al que conviene escuchar con atención.

Como mucho, nos enseñan, con resignació­n redundante, que nadie es perfecto

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