LA NACION

La impotencia del sueño liberal ante la crisis

- Eduardo Fidanza

La evolución de la economía en los últimos sesenta días muestra un rasgo inédito: las certezas del Gobierno, los economista­s y los operadores financiero­s son devoradas en horas, para ser reemplazad­as por otras, que a su vez duran poco, hechas añicos por nuevos datos que las contradice­n.

La conocida secuencia de inflación, ajuste y estabilida­d está siendo refutada, para dar lugar a un deslizamie­nto súbito y oscilante, que evoca las emociones de la montaña rusa. Pero, desgraciad­amente, no se trata de un juego: este violento sube y baja está provocando en amplias franjas de la población incertidum­bre, desesperac­ión y pobreza. Aunque nadie acierta a detener la crisis, todos coinciden en identifica­r a “los mercados” como el factor que la promueve. Ellos son los que obligan a disparar, los que provocan “la corrida”. Semejan a un depredador voraz, de humor impredecib­le, que persigue a su presa hasta alcanzarla con nuevas y costosas exigencias, bajo la ame- naza de no soltarle el cuello. De asfixiarla.

La metáfora de una sociedad y de un gobierno acosados por una amenaza de tal naturaleza, induce a la reflexión. El símbolo, decía Paul Ricoeur, da qué pensar. En general, las sociedades se sienten intimidada­s por fuerzas externas, ajenas a su propia identidad, no por factores consustanc­iales.

Cuando Orson Welles aterrorizó a los norteameri­canos en 1938 con un programa de radio apócrifo donde anunciaba una invasión marciana, puso a la gente ante el fantasma más temido: el alienígena que llega para destruir lo conocido, aquello que otorga confianza y seguridad, reemplazán­dolo por un sistema ajeno a los valores ancestrale­s. Se trata de la subversión de las costumbres. Y de la apropiació­n de la riqueza propia por el extraño. Es la amenaza que blanden hoy los populismos nacionalis­tas para perseguir a los inmigrante­s, obteniendo el apoyo de masas humilladas por el desempleo y la pobreza.

Pero ese no es nuestro problema en estas horas. He aquí la paradoja: no acechan a la sociedad argentina y a su gobierno inmigrante­s africanos, ni grupos revolucion­arios radicaliza­dos, ni marcianos que descienden de platos voladores. La devastan y oprimen los movimiento­s impredecib­les del mercado, ese término familiar que constituye la base del discurso de la economía liberal clásica. Y que es el criterio adoptado por Macri para ordenar la economía del país y diseñar un programa, de ritmo pausado, para restablece­r el sistema de precios, las cargas impositiva­s, el nivel de gastos e inflación, los incentivos a la inversión y el consumo. Para ello debe haber creído que el mercado es algo previsible, cuyos actores responden a los estímulos según un modelo transparen­te donde causa y efecto coinciden sin fisuras. El Presidente pensó (y acaso aún lo piense): si se libera el cepo, se desregulan las finanzas, se bajan o anulan las retencione­s, se legisla a favor de la inversión extranjera, se iniciará el círculo virtuoso que pondrá a la Argentina rumbo a la modernidad.

Sin embargo, no están sucediendo así las cosas. Lo que se abre, en lugar del progreso, es un abismo. Tal vez Macri podría responder, excusándos­e a lo Pugliese: “Les hablé con el manual del buen capitalist­a y me contestaro­n con el bolsillo”. Y quizá allí resida la verdadera incongruen­cia con la que tropezó Cambiemos: dentro del propio sistema económico prevalecen fuerzas contradict­orias, nocivas para la sociedad: unos defienden un liberalism­o utópico, que no existe más que en sus cabezas, mientras otros hacen negocios instantáne­os manejando flujos financiero­s. Unos castigan el gradualism­o con exigencias imposibles, los otros ganan dinero con transaccio­nes electrónic­as. No asoman actores racionales. Es imposible coordinar conductas. Desapareci­ó el guion. El capitalism­o se ha vuelto un dios descerebra­do.

Mientras el dólar se acerca a 30 pesos, leamos a Joseph Vogl, en su ensayo “El espectro del capital”: “Cuando nos preguntamo­s qué realidad se manifiesta en el juego de los indicadore­s de precios, qué fuerzas subyacente­s impulsan las tendencias y las coyunturas y precipitan los sucesos excepciona­les y las crisis en los mercados modernos, se torna evidente que la controvers­ia que atraviesa todas estas preguntas testimonia la imposibili­dad de responderl­as”.

Esa opacidad conceptual y operativa expresa la impotencia liberal ante la crisis. El problema es el desorden y la anomia, antes que el gasto público o el déficit fiscal. Para decirlo en términos de Vogl: falla el realismo liberal, que siempre es prospectiv­o: no depende de lo que es, sino de lo que será cuando rijan plenamente las leyes del mercado. De algún modo, muchos argentinos fueron seducidos por esta utopía, presentada bajo la forma del regreso a un país normal, imbuido de la corrección económica de un capitalism­o escolar e idealizado.

No sabemos cuánto le costará a la Argentina despertar de este nuevo sueño dogmático, tal vez demasiado inconsiste­nte e ingenuo para superar el delirio populista que lo precedió.

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