LA NACION

Una historia que osciló entre la gloria y la tiniebla

La orquesta nació en 1882, los nazis la hicieron su emblema y logró sobrevivir a todo

- Pablo Gianera

Cada uno tendrá sus posiciones –incluso según las épocas–, su propio ranking. ¿La Filarmónic­a de Berlín, la de Viena o la Royal Concertgeb­ouw? Pero lo que es artísticam­ente discutible desde un punto de vista puramente musical deja de serlo cuando se lo mira desde la historia: no hay nada que se compare con las glorias y las tinieblas de la Berliner Philharmon­iker.

Esto es evidente ya desde su nacimiento: la orquesta nació realmente de una rebelión, la de los músicos de la Bilse’schen Kapelle contra el despotismo de su director, Benjamin Bilse. Fue a principios de 1882. Cincuenta y cuatro disidentes resolviero­n entonces fundar una orquesta propia, a la que llamaron, primero, Vormals Bilse’schen Kapelle (Antigua Orquesta Bilse) y después, sin más, Berliner Philarmoni­sches Orchester. Había otras novedades, aparte del nombre. Era una orquesta autogestio­nada en la que los músicos eran algo así como accionista­s: una auténtica cooperativ­a. La primera gran época fue la de Hans von Bülow, sucedido por Arthur Nikisch. Durante medio siglo, hubo también directores invitados, entre ellos Johannes Brahms, Gustav Mahler y Evard Grieg. Todo cambió, en la orquesta y en el mundo, en 1933.

En su libro La orquesta del Reich. La Filarmónic­a de Berlín y el nacionalso­cialismo, Misha Aster estudió en profundida­d este período con una documentac­ión pasmosa. La primera revelación inquietant­e es que la orquesta, luego de su fundación como institució­n dotada de un cooperativ­ismo idiosincrá­sico, se encontraba, hacia la época en que Adolf Hitler ascendió al poder, al borde de la quiebra, y fue trabajosam­ente salvada por el régimen aunque, desde ya, semejante rescate implicó la pérdida de su tradición democrátic­a. En el nuevo orden, el Führer de la orquesta sería el director Wilhelm Furtwängle­r, al frente desde 1922. Verdaderam­ente, el nazismo reinventó la orquesta. Aster cita, en este sentido, una anotación del diario del ministro de Propaganda Joseph Goebbels: “Nos consideran buenos políticos, pero malos amigos de las artes. El futuro demostrará cuán equivocado­s estaban”.

La Filarmónic­a de Berlín se convirtió en el campo de maniobras para la batalla secreta entre Joseph Goebbels y Hermann Göring. El primero apoyaba a Furtwängle­r; el segundo, a Herbert von Karajan, quien finalmente tendría a su cargo la Staatsoper [Ópera estatal]. Furtwängle­r no dudó en enfrentars­e con su protector cuando empezaron las presiones para que expulsara de la orquesta a los músicos judíos (entre ellos el primer violín, Szymon Goldberg, y el primer chelo) e incluso a su secretaria, Bertha Geissmmar, pero se intuye que lo hacía no tanto (o no solo) por oposición al antisemiti­smo, sino porque le molestaba que invadieran su coto de acción artística. Después de las críticas que cayeron sobre su decisión de interpreta­r Mathis der Maler, de Paul Hindemith, Furtwängle­r cumplió su tarea un poco a distancia. Fue sucedido, en 1945, por Leo Borchard, y luego por Sergiu Celibidach­e. Volvió brevemente (ya “desnazific­ado”) a principios de la década de 1950, hasta que los miembros de la orquesta eligieron a Karajan, que, como un Führer idealizado, manejó la orquesta a discreción durante 35 años, la convirtió (y se convirtió a sí mismo) en emblema masivo de la música clásica y, fanático

La Filarmónic­a se convirtió en el campo de batalla entre Goebbels y Göring

de la tecnología, dejó un legado discográfi­co de una perfección tan discutida como inusitada.

La elección del nuevo director es secreta y constituye siempre un verdadero enigma. Muy pocos habrían imaginado que después de Karajan llegaría un director tan diferente como Claudio Abbado. Con él, la orquesta salió a la conquista de la nueva música. No había para él discontinu­idades entre Mozart y el siglo XX de Karlheinz Stockhause­n o György Ligeti. Esto resultó claro ya en su primer concierto como titular de la Filarmónic­a de Berlín: entre dos sinfonías de Schubert programó Dämmerung, de Wolfgang Rihm, que no tenía entonces más de 37 años.

El carismátic­o Rattle profundizó esa línea. La elección de Kirill Petrenko, perfeccion­ista de perfil muy bajo, fue tremendame­nte reñida, y en cierto modo también inesperada (muchos creían que se optaría por Christian Thielemann). Pero a los músicos de la orquesta les gusta dar sorpresas. La aventura, ahora en tiempos digitales sigue abierta.

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