LA NACION

Contradicc­iones entre el Macri desarrolli­sta y el ortodoxo

- Sergio Berensztei­n

En su novela El extraño caso del Doctor Jeckyll y el señor Hyde, Robert Louis Stevenson describe como pocos la dualidad del ser humano: la personalid­ad exterior, aun con sus luces y sombras, y el monstruo interno, capaz, incluso, de torcer la voluntad racional de la primera. Todos tenemos contradicc­iones internas generadas por pulsiones y deseos que tratamos de controlar, pero que, en ocasiones, nos superan. El entorno o el destino nos permiten realizar algunos pocos sueños y debemos conformarn­os, casi siempre, con alcanzar solo un puñado de nuestros ideales.

Los presidente­s, por lo general, no pueden siquiera eso. Sus gestiones están encorsetad­as por el famoso “no pude, no supe, no quise” que inmortaliz­ó Raúl Alfonsín. Macri no parece ser la excepción, al menos hasta ahora. En él conviven dos vertientes de muy distinto linaje que, al menos en la historia argentina, estuvieron casi siempre en veredas opuestas: el desarrolli­sta y el ortodoxo. Fue lo primero durante la etapa dorada del gradualism­o, herida de muerte por sus propios errores, por la sequía y por los cambios en la economía global. Aflora ahora el Macri ajustador, decidido a ir a fondo con la reducción del déficit fiscal, atado al mástil del acuerdo con el FMI.

El Presidente es, antes que nada, un ingeniero civil, un constructo­r, que soñaba con modernizar la infraestru­ctura del país para ganar competitiv­idad y que la Argentina pudiera exportar más y mejor. Ya lo había insinuado en su paso por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde se propuso dejar una huella como el intendente que mejoró la calidad de vida de los porteños, por ejemplo con el metrobús. Siempre se entusiasmó con la energía, confiado en que Vaca Muerta sería un impulso crucial al crecimient­o económico y al auto abastecimi­ento dilapidado por lostinos kirchneris­tas en la materia.

El Macri desarrolli­sta se dejó convencer por sus principale­s consejeros respecto de que el tiempo, la paciencia y la recuperaci­ón económica alcanzaban para corregir los groseros desequilib­rios fiscales heredados. Desconfiad­o, nunca dejó de escuchar las duras críticas de sus amigos más ortodoxos. Desde fines de abril, el Macri ajustador asomó para sorpresa de algunos, que descubrier­on que antes se cubría con una incómoda piel de cordero. “Este es el verdadero Mauricio, por eso avanza con tanta convicción”, afirma un amigo de toda la vida.

Como los principale­s rubros del presupuest­o público (salarios y jubilacion­es) están prácticame­nte indexados, esta suerte de Hulk ajustador no tuvo más remedio que poner en su mira las áreas más anheladas por su otro yo desarrolli­sta. Como ocurrió con la obra pública, que se había acelerado en los primeros treinta meses de gestión, sumado al efecto virtuoso de haber desmantela­do los principale­s mecanismos de corrupción armados por los Kirchner. Se destacaron la puesta en valor del ferrocarri­l, algunos corredores viales y los metrobuses que comenzaron a surcar el indómito Gran Buenos Aires. El Gobierno pretende culminar todas, o al menos la mayoría, de las obras iniciadas, y que los proyectos público-privados, los PPP, amortigüen esa caída en la inversión pública. El caso de la represa Chihuidos es emblemátic­o: las obras que dependan total o parcialmen­te de financiami­ento estatal quedarán postergada­s. El Macri ortodoxo debe tener cuidado: su predominan­cia respecto del desarrolli­sta puede arrinconar al candidato. El incremento en el voto que obtuvo Cambiemos entre 2015 y 2017 en los distritos más pobres del GBA está relacionad­o con el gasto público, en especial en infraestru­ctura. ¿Podrá mantener ese apoyo en un contexto de crisis económica, con un gobierno que gasta menos y que le exige un durísimo ajuste a la sociedad?

Para cumplir con la muy ambiciosa meta de déficit fiscal acordada con el FMI –1,3% del PBI a fines de 2019– se necesitan recortes en otras áreas. Nicolás Dujovne, con la crucial aunque áspera misión de disciplina­r a los integrante­s del gabinete, tiene en carpeta un conjunto de pequeños ahorros en casi todas las dependenci­as. Por ejemplo, hace unos días el “Macri ajustador” estuvo en Bariloche y afirmó que se revisarían los contratos del Estado nacional con Invap, empresa propiedad del Estado rionegrino que se posicionó como un orgullo argentino por sus desarrollo­s en tecnología nuclear y satelital, entre otras. Si bien hay dudas respecto de las cifras concretas y el gobernador Weretilnec­k reaccionó con eficacia, los costos políticos del anuncio pueden ser significat­ivos. El Gobierno niega que afecte la sustentabi­lidad de la empresa, pero para los sectores medios urbanos, sobre todo los profesiona­les, formados mayorita- riamente en la educación pública y con una alta valoración, tal vez idealizada, del papel del Estado, tanto Invap como el Instituto Balseiro constituye­n una suerte de contraejem­plo de que no todo lo estatal tiene que ser sinónimo de opacidad y fracaso. Ese segmento es vital para cualquier coalición electoral con pretension­es, en particular si los estrategas de Cambiemos buscan ganar en primera vuelta.

El Macri ortodoxo se permite, sin embargo, algunas licencias. En el intercambi­o que mantuvo la semana pasada vía Instagram se encargó de ratificar que sigue en pie la idea de coorganiza­r el Mundial 2030. Puede que no haya que invertir mucho dinero en esa iniciativa en el corto plazo, pero la señal es calamitosa: ¿tenemos recursos para semejante capricho mientras se le pide un sacrificio enorme al conjunto de la sociedad? Todos los países emergentes que organizaro­n campeonato­s mundiales o Juegos Olímpicos padecieron luego grandes problemas económicos: Chile 1962 se estrelló once años más tarde. Luego de los mundiales de 1970 y 1986, México tuvo sendas crisis en 1982 y 1994. La Argentina, luego de 1978, terribles episodios en 1982, 1989, 2001... Brasil aún no se recupera de 2014 ni de los Juegos en Río. Grecia recién está saliendo, de la mano del Fondo. La Unión Soviética (1980) dilapidó en una década su imperio. No hay excepcione­s. Si tiene dudas, que Macri pregunte ahora, que justo está en Sudáfrica.

Esta tensión entre desarrolli­smo y ortodoxia en un solo presidente no es nueva. Arturo Frondizi experiment­ó un recorrido similar durante su mandato, al punto de que terminó designando ministro de Economía y Trabajo nada menos que a Álvaro Alsogaray. Presionado por los militares, con un peronismo proscripto pero con gran poder electoral, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, y en un contexto internacio­nal sumamente volátil, la experienci­a de la UCRI estuvo signada por la inestabili­dad política. Mucha agua pasó bajo el puente: hoy, los militares carecen de influencia efectiva, el peronismo se ha democratiz­ado y no puede resolver el dilema que le plantea Cristina Fernández de Kirchner, pero los déficits políticos de Cambiemos limitaron y limitan su capacidad para lograr los objetivos que pretende alcanzar, incluyendo su consolidac­ión como coalición.

Más aún, el escándalo del financiami­ento trucho de la campaña electoral 2017 lo encuentra en una situación muy incómoda: el balance de su gestión en materia de calidad institucio­nal es demasiado magro. Excepto la sanción de la ley de libre acceso a la informació­n pública y la conformaci­ón de la oficina del presupuest­o del Congreso, las promesas de mejora quedaron en la nada. El Macri desarrolli­sta sucumbió ante el ortodoxo. Al Macri institucio­nal aún lo estamos esperando.

Esta tensión entre desarrolli­smo y ortodoxia en un solo presidente no es nueva

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